Mandato - Por Osvaldo Daniel Acosta.

 

La luz azul iluminaba todo el cuarto. Se escuchaba de fondo la noticia del inminente desalojo de un predio tomado. Oscar esa noche no había dormido bien.

Pensó que podía zafar, pero no fue así: le acababan de avisar que estaba solicitado.

No era su primer desalojo, ya conocía lo que era entrar a un campo en la madrugada, aunque sabía que esta vez no iba a ser una más.

Era la última.

En algunos días cumpliría sesenta, y su jubilación tan ansiada estaba por llegar.

De chico nunca pensó en ser policía. Sus compañeros de escuela se maravillaban con el uniforme de su papá, cuando en algunas oportunidades lo iba a buscar. Pero él no había querido eso para su vida, soñaba con ser futbolista, pintor o astronauta.

—¡Eso no es para hombres! Decía Miguel, golpeando la mesa siempre que en alguna cena familiar salía el tema.

—Mirá, Oscar, te guste o no, vos vas a ser policía como yo.

Esas palabras sonaron durante su niñez y adolescencia.

Oscar se levantó del sofá. Apagó el televisor, se vio reflejado en el ventanal. Recorrió el departamento en la oscuridad. El silencio lo envolvió, respiró profundamente, acomodó el uniforme sobre la silla del comedor, lustró los borceguíes.




“Parezco un futbolista que se prepara para el retiro”, pensó.

Después del tercer whisky, tuvo el recuerdo de su padre contándole a sus colegas la emboscada de la que fue víctima Oscar. Esa memoria lo torturaba. Miguel había fingido un infarto frente a su hijo, y, jugando con su desesperación, logró que le prometiera que iba a ser policía.

Después de esa terrible revelación de Miguel a sus colegas, la relación de Oscar y su padre ya no fue la misma. El enojo le duró por años. Se convenció de que jamás tendría una familia. Lo más cerca que estuvo fue cuando se enamoró de una prostituta que  visitó cada fin de mes durante años.

Dejó de ir a verla cuando ella le confesó que estaba embarazada y que tenía ganas de dejar ese cabaret de mala muerte. Lo paralizó la idea de tener un hijo y repetir su historia: el mandato, un nene como una hoja en blanco en la que escribiría su sentencia de padre.

Ahora todo eso estaba por cambiar, ya avizoraba su retiro, y con él, la posibilidad de terminar con el suplicio de una carrera que nunca había deseado.

El insomnio le seguía haciendo compañía, la oscuridad y el silencio hacían un excelente maridaje con la botella de whisky que se iba terminando.




Se distrajo un rato viendo un documental sobre el frustrado viaje del Apolo 13.

Por fin iba a disfrutar de su retiro. Solo le faltaba pasar por este desalojo, y después a disfrutar.

Ya estaba bien más de cuarenta años de servicio, en los que él había pasado casi desapercibido para sus superiores. Habían sido inútiles los esfuerzos que había hecho su padre para que lo tuvieran en cuenta cada vez que surgía alguna posibilidad de ascenso.

Sintió en su pecho una presión que no era la de otras veces; lo invadió una especie de angustia y una sensación de pesadez. Se repitió: 

—¡Vamos, Oscar, solo es trabajo!

En el predio tomado la vigilia era marcada por una ansiedad, que en nada se parecía a la de Oscar. Algunos vecinos se pusieron de acuerdo para realizar guardias y así poder alertar al resto de los que estaban en el asentamiento.

Aquella noche que ya comenzaba a ser madrugada, se vivía una tensa calma, como solo pueden sentir aquellos que nada tienen que perder.

Una vez en la dependencia policial, Oscar subió en la parte de atrás de la camioneta, no le comentó a ninguno de sus compañeros la mala noche que había pasado. Ya en el lugar el oficial a cargo dio las instrucciones y como de costumbre, Oscar las escuchó sin escuchar.

Cuando comenzó el operativo corrió detrás de un muchacho que le había arrojado una piedra, además de una puteada que recorrió todo su árbol genealógico. El muchacho había salido detrás de un puñado de despojos que simulaban algo parecido a una casilla.

En el intento de alcanzarlo se resbaló en una zanja que era el vertedero de una letrina, cuando se reincorporó sintió una puntada en el pecho. Mil alfileres recorrieron sus venas. Las articulaciones se le endurecieron. La boca se le secó como si estuviera masticando arena. Se desplomó como un edificio que es derrumbado por explosivos en su planta baja.

Su rostro ahora estaba sobre esa tierra negra y hedionda. Los restos de las casillas humeando y las corridas sin sentido alguno. Una muñeca de plástico deformada por el pisotón de alguno de sus compañeros o tal vez por el mismo, fue lo último que vieron sus ojos.

Intentó pararse, pero no pudo. Volvió a sentir la compañía del silencio que lo abrazó la noche anterior. Las palabras de su padre retumbaban en su cabeza, mientras su respiración se iba pausando. A su alrededor continuaba un remolino de gritos y llantos de bebés, como en una especie de película de acción que ya había visto tantas veces.

El sonido de sirenas era cada vez más y más lejano. Mientras su cuerpo se iba enfriando, lo envolvió un alivio muy parecido al que sintió el día en que su padre murió.



 

Comentarios

  1. Hermosa, profunda y sentida descripción de aquellos "mandatos", que al igual que una pesada mochila solemos colocar sobre los hombros de nuestros hijos, sin saber que los marcaremos de por vida... producto de nuestra imperfección como padres y el continuar "atados" a viejas y estructuradas costumbres... arraigadas hasta la médula a nuestro ser. Este relato, abre los ojos a quienes se sumerjan de lleno en él, permitiendo que cada palabra, cada punto o coma, nos trasladen por un instante a aquella noche, a aquella vida infeliz que se ahogaba dentro de un vaso de whisky... a aquel triste final que no le permitió disfrutar de una merecida y reparadora jubilación. ¡Excelente Osvaldo! Gran sensibilidad y sencilla manera de expresarte, haciendo que sea fácil de interpretar!

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