El impostor - Por Osvaldo Daniel Acosta
20 de Enero 2021.
Hace años que vivo en esta casa. Hay alguien más con quien la comparto. Él me metió en la jaula.
Aprendí con el tiempo a reconocer su voz. Además, aprendí que responde al nombre de Jaime, aunque en los lugares que visitamos los fines de semana se hace llamar el mago Jack.
Nos llevamos bien, me alimenta una vez al día con eso que
tanto me gusta, No distingo su color, pero si su sabor, ni hace falta que le
demuestre interés. Él se acerca, llamándome Pompón.
Comencé a responder a ese nombre después que estuve
varios días sin agua ni comida. Aquel día lo comprendí; fue necesario que mi
jaula apesté a mis desechos y el olor intenso de mi orina, pero lo comprendí.
Cuando aquella vez destapó la jaula sacando la manta que
la cubría, mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad. Apenas pude ver
que traía ese alimento que tanto me gusta. Haciendo unas muecas, me dijo:
— Pompón, Pompón, aquí tienes.
Moví mi rabo y demostrando que había aprendido la lección, una de las muchas con el paso del tiempo.
Así fue que a partir de ese
día jamás me faltó ese alimento que hace que mis dientes permanezcan fuertes, y
Jaime, como premio, me pasó a una caja de madera que era mucho más grande que
la jaula en la que estaba.
Atrás quedaron los tiempos de cuando llegué siendo muy chico. Tengo un recuerdo muy vago de mi madre, el momento de mamar que compartíamos con mis hermanos. Ella se echaba de costado y teníamos que ser muy fuertes para pelear por un lugar. Uno de nosotros no despertó al cuarto día. Es que nunca tenía lugar entre los pezones de mamá.
Cuando llegué aquí, me alimentaban todos los días con un
biberón, con algo que no se parecía en nada a la leche de mi madre.
Una vez que me repuse al cambio de entorno, comenzamos a
hacer algunos ejercicios todos los días. Los movimientos eran siempre los
mismos: debía entrar en una caja en la que apenas había lugar para mí —podía tocar las paredes con solo mover mi cola y mis bigotes—. De pronto una de las paredes se abría y luego de dar unos saltos me encontraba afuera de la caja.
El hacía un movimiento con sus manos y, mientras con una
de ellas sostenía una vara, decía algunas palabras que nunca comprendí hasta ahora,
me tomaba del lomo y me metía otra vez dentro de la caja. Pero esta vez por la
parte de arriba ya que no tenía techo.
Repetíamos esto tantas veces que me acostumbré, y ya ni
me dolía cuando me agarraba por el lomo.
Las primeras salidas eran estresantes: de pronto todo
se ponía oscuro, mis sentidos se agudizaban, intentaba ver a pesar de la
oscuridad, mis bigotes se ponían tensos intentando detectar algún peligro, mis
patas acompañaban todo ese estado de
alerta como para salir corriendo, y de un solo salto que se sentía como al
vacío. Me encontraba en otro espacio que con el tiempo se me fue haciendo
familiar, lo fui ocupando con mis olores y hasta restos de eso que tanto me gusta
comer. A veces hasta me quedaba dormido.
De pronto se escucharon otras voces, luego, silencio.
Jack decía unas palabras y luego continuaba con nuestra rutina. Después un
murmullo, luego unos aplausos tímidos que al final estallaban en un aplauso
generalizado de varios minutos.
Pero algo pasó una noche que hizo que comprendiera de qué
se trataban esos aplausos que se escuchaban al final de la rutina. Jamás había
podido comprender que era lo que los asombraba. ¿Aplaudían que me metieran en una caja por el techo
después de aparecer dando pequeños saltos? ¿Eso aplaudían?
Jaime o el mago Jack en verdad ya poco me importa como se
llame, dejó entreabierta la puerta por la que me dejaba salir. Por esa pequeña hendidura pude ver como sacaba de una
galera otro conejo.
¡No lo pude soportar!
Tenía otro de mi especie tan cerca todos estos años, y nunca lo supe. Ni siquiera me lo había
imaginado.
Esa noche, al regresar a la casa, esperé hasta muy tarde,
y cuando ya no había ruidos, roí con mis dientes la caja de madera en la que
pasé toda mi vida. Mi idea era poder encontrar en la casa al que se robó todos
los aplausos.
Esa vez no pude romper la caja. Esperé varios días,
agrandé el hueco. Una noche escuché como Jaime salía de la casa. Retomé con más
fuerzas la tarea, cuando al fin lo logré, agudicé todos mis sentidos para la
búsqueda. Poco me importó que la ventana estuviera abierta y que de un salto
hubiera podido escapar.
Recorrí la casa con nerviosismo, y cuando ya me iba a dar
por vencido, pude ver debajo de la cama la caja en la que Jaime me llevaba para
hacer su acto.
Me acerqué sigilosamente. No comprendía, tan solo
percibía mis propios olores.
¿Y mi rival? ¿En dónde estaba mi rival?
De un golpe seco logré tumbar la caja. Dentro de ella, lo
vi, inmóvil. Allí estaba, me acerque muy despacio para olerlo. Me llamó la
atención que no se moviera. Intenté atacarlo y no se defendió. No tenía huesos.
Tan grande fue la ira que me invadió que de un mordiscón
arranqué una de las orejas. Seguí por los ojos, que eran fríos como aquel
hermano que no despertó al cuarto día.
Me llevó toda la noche. Los restos del impostor quedaron
esparcidos por toda la habitación; incluso logré tragar parte de él.
Ahora me encuentro nuevamente en la jaula, con la manta
que hace que siempre sea de noche. Ya van varios días en los que Jaime no se
acerca para alimentarme.
A lo mejor está muy ocupado buscando otro impostor.
¡Simplemente hermoso y cautivante!... Creo que vos, Osvaldo, estás saliendo de la caja y descubriendo este mágico mundo de las letras, el relato, la poesía... Y vos mismo "sos el mago". Te felicito amigo, ¡Un gran abrazo!
ResponderEliminarGracias , Tocayo.
EliminarLas palabras y los sentidos se van de paseo y cuándo encuentran la melodía, es una fiesta.
Y sin dudas hay que celebrarlo.