Silueta - Por Osvaldo Daniel Acosta.
21/10/2020
— ¡No encuentro mi blusa de seda! — dijo Elisa.
Carlos
contestó — Debe estar en el cesto con la ropa para lavar —.
—Tampoco
encuentro mis lentes de lectura, los dejé en la mesita de luz —.
— ¡Los
dejé ahí! —.
— ¡Como
todas las noches! —.
—
Deben estar ahí entonces— dijo Carlos.
Mientras,
recorría mentalmente los lugares de la casa en donde podrían estar la blusa y
los lentes. Elisa y Carlos fueron de los primeros que llegaron al pueblo y
vieron cómo sus calles principales se fueron convirtiendo en avenidas,
protagonizaron muchos momentos importantes de la vida social de Lujan. No había
fiesta patronal que no fueran mencionados por el obispo de turno, agradeciendo
en su nombre a los pioneros que forjaron aquella ciudad.
Disfrutaban
mucho el salir a caminar por la plaza frente a la basílica, aunque a Elisa se
le había vuelto tan tortuoso, que la hacía sentir como en esas máquinas de
feria en las que una garra mecánica intenta atrapar un muñeco de peluche de un
zarpazo. Ella sin embargo necesitaba de varios intentos para poder asociar un
rostro a un nombre. Y en su interior esto le generaba un vértigo que le
comenzaba en la nuca y le recorría la columna como un rayo que la
paralizaba.
Carlos sin embargo, la sostenía de la mano para darle seguridad, aunque él también necesitaba alguien que sostuviera la suya. No hacía más que rememorar los días en que soñaban con envejecer juntos, sin esta encrucijada en la que estaban inmersos. Carlos, superado por estas situaciones optó por suspender las caminatas por la plaza, algo que disfrutaban tanto como los viajes, la música y la lectura.
Hace
ya un largo tiempo que Carlos había notado que algo no andaba bien con Elisa,
después de aquel susto que se llevó la noche que la encontró deambulando por la
casa, con la valija preparada para hacer el Check
out ansiosa por volver a Buenos Aires. Elisa cada tanto se despertaba
pasada la media noche sintiéndose en tiempo y espacio, en París.
Como
todas las mañanas Carlos preparó la bandeja con el equipo de mate, se
distrajo observando por la ventana el añoso álamo que los
acompaña desde que se instalaron en Luján. Ya estaba ahí esperándolos
cuando eligieron el terreno a comienzo de 1960 y soñaron con verlo tan frondoso
como lucía a esa hora del día, con los rayos de sol que se filtraban entre las
hojas, mientras danzaban al ritmo de la brisa que las acariciaba.
Su
sombra era un bálsamo en verano y sus hojas en invierno le generaban un dolor
de cabeza, cuando tapaban los desagües de la casa. Las raíces habían levantado
las baldosas que unían la casa con el patio y amenazaban con romper la
medianera que lindaba con la casa de los vecinos. Sobre esa medianera, Elisa
había pintado un mural que era admirado por aquellos que los visitaban, cosa
que ya no ocurría tan seguido.
En
el, con lujo de detalles, una vista panorámica del sitio en donde está emplazada
la torre Eiffel se iba desdibujando por el paso del tiempo.
La
imagen la había tenido viva en sus recuerdos gracias a las fotos, que sacaron
el día que la visitaron en aquella segunda luna de miel cuando celebraron su
décimo aniversario de casados.
Algunas
de ellas Carlos las había diseminado estratégicamente por toda la casa en
varios portarretratos a modo de las migas de pan del célebre cuento “Hansel y
Gretel”. No perdía la esperanza que algún día Elisa pudiera salir de su
laberinto.
El
deseo recurrente de volver a París para revivir aquella segunda luna de miel
había desaparecido. Hasta había dejado de contar en las reuniones de amigos que
se sabía la cantidad de remaches que fueron necesarios para su ensamblaje.
Aquella
mañana de verano, Carlos la esperaba a la sombra del álamo. Al notar que Elisa
se demoraba más de la cuenta fue a buscarla, la encontró parada frente a la
alacena con todas las puertas abiertas.
— ¡No lo encuentro Carlos! —.
— ¡No
lo encuentro! — dijo Elisa al borde del llanto.
—
¿Qué no podes encontrar? — preguntó
Carlos.
— El
mate, ¡No encuentro el mate! — respondió Elisa.
— ¡Pero
si lo llevé afuera mujer! —.
— ¿No
me viste cuando preparé todo? —
— Me
viste cuando salí al patio. —
— ¡Cierto,
que cabeza la mía! — dijo Elisa, acomodándose la blusa de seda y el pelo que se
le había desalineado.
Ya
en el patio y luego de compartir algunos mates en silencio, Elisa con la mirada
fija en el mural preguntó.
—
¿Quién es la mujer que mira a la torre Eiffel? —
— Sos
vos — dijo Carlos.
—
Este mural es la réplica de una foto que te saqué en París, — ¿No te acordás?
—.
Siguieron en silencio un largo rato Elisa,
como para iniciar una charla, comentó:
—Hoy
encontré mi blusa de seda y los lentes —
—Habrán
estado en algún lugar de la casa — dijo Carlos, contestando casi por inercia.
La
noche anterior se había despertado sobresaltado, cayó en la cuenta que tal vez
su rostro también pasará a ser uno más en la nebulosa en la que estaba viviendo
Elisa. Lloró.
Lloró
en silencio.
Como
solo lo hacen aquellos que esperan en un pasillo de hospital, la confirmación
de la muerte de un ser querido.
Solo
pudo dormir, recordando todos aquellos viajes y otros momentos luminosos que habían
compartido, mucho más allá de aquel viaje a París, al que estaba empezando a
odiar, por ser el único de los recuerdos que Elisa aún mantenía vivo en su
memoria.
Como
era su costumbre Carlos, se levantó más temprano, lo despertaron las
campanadas de la basílica, puso a los pies de la cama la blusa de seda y
sobre la mesita de luz los lentes de leer de Elisa, que había encontrado en el
horno de la cocina con un par de zapatos. Hasta a él lo sorprendió que
estuvieran allí.
Cuando comenzó a clarear el día caminó hacia el patio, haciendo equilibrio sobre las baldosas llevando el cajón con pinturas y pinceles que Elisa había dejado de usar hace años. Cuando lo abrió encontró los bocetos que Elisa había utilizado para pintar el mural junto a la foto que sirvió de modelo que también estaba descolorida. Se paró frente al mural, lo acompañaba la sombra quieta del añoso álamo. Con la mano temblorosa pintó una silueta masculina. Tomándole la mano a la mujer que observaba la torre Eiffel.
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