De exilios internos y otras yerbas - por Marisa Cecilia



En estos días eternos y repetitivos, raros y poblados de miedos,
infinidad de recuerdos que quisieran ser futuro se agolpan en mí. En una búsqueda
inespecífica por la casa, de mano de mi nieta, me encuentro con una caja de fotos.
Meto la mano y sale una de Corrientes.
Me detengo en la observación de la escena y me interrumpe Uma con la consabida
pregunta,curiosidad en estado puro. "- ¿Quiénes son? -"

Yo soy la que está sentada en la silla.
La que está descalza a mi lado es Tota.
La última, sonriente, es parienta de Tota, en un grado que no puedo recordar. Estamos en el patio
de la pensión de los Álvarez, en la ciudad de Goya.
Por ese entonces vivíamos en un cuarto los cuatro, papá, mamá, mi hermana y yo.
Baño compartido con el resto de la pensión. Garrafa, anafe y única mesa dentro del mismo cuarto.
Llegamos allí luego del primer desalojo que viví, pero eso es otra historia, otro cuento tal vez...

Después de unos segundos de observación Uma pierde interés en la foto y sigue revolviendo.
Pero la espada ya estaba clavada en el medio del pecho. La separé, intenté volverla a guardar,
pero no hubo caso. Y acá estoy, observándola a ver si desentraño lo que me quiere contar. 
Recuerdo al muchachito de la pensión que estudiaba fotografía, con un ahínco que nunca logré
entender, pero que a mi madre la conmovía hasta la ternura.
Me usaba de modelo con la promesa de regalarme una foto.
Me pesa recordar lo que significaba para las familias tener fotos que grabaran para la eternidad los
más importantes momentos de sus vidas.
No había fotos mías de bebé, esa también es otra historia. Teníamos muy pocas de nuestra familia.
Papá y mamá no se casaron por iglesia, no hicieron fiesta, no sacaron fotos.
Tampoco bautizaron ni a mi hermana ni a mí, por lo que no había fotos de bautismos.
Recién ahora me percato de la intrínseca relación de la Iglesia con las fotos familiares !
Y con el dinero disponible, claro.

Lo que quiero decir es que el ofrecimiento era imposible de rechazar. Así que ese día me senté en
la silla que el muchacho había colocado estratégicamente, y cuando me disponía a ser retratada,
apareció Tota, mi compañera de juegos.
Quería estar en la foto, y sentí pena por su reclamo.
¿Por qué no le sacaba fotos a ella y a mí sí? Lo miré y vi en su cara un gesto de lo que hoy puedo
calificar como conmiseración. “Sentimiento de pena y dolor por la desgracia o sufrimiento de alguien”.
Y me dí cuenta que Tota había conseguido su cometido.
Se sentó en un banquito pequeño, precario. Llamó a los gritos a su pariente que vino corriendo a
sumarse a la escena. El muchacho había perdido el control de su acto de fotografiar.
Resignado, sacó la foto. Cuando la trajo en papel, maravilloso acto que ya no practicamos, noté que
estaba feliz por el logro. Había salido perfecta. 

Cuando volví a verla, en medio de esas búsqueda existenciales de la adolescencia, noté los detalles.
Los zapatitos blancos cortados en las puntas para ceder ante el crecimiento del pié y la falta de
presupuesto.
Los pies descalzos de Tota.
Las sandalias destrozadas de su parienta. Tota está vestida de “loncha”, pollera y pantalón debajo.
Costumbre autóctona que mi madre jamás dejó que imitara, ni aún después de muerta, no vaya a ser
que Dios exista y me esté viendo !
En una segunda mirada percibí el orden implícito de la escena.
Estoy a la izquierda, por donde se empieza a “leer” una composición, más alta, aunque no lo era en
realidad. Mejor vestida, considerando el contexto y los estándares hegemónicos.
Estoy atenta a lo que está pasando, ella sólo quieren participar del juego.

La pobreza nos juntó en aquel patio colonial, y nos separó después, arrastradas en la deriva de
nuestras propias familias que buscaban el sustento. El vínculo que nos unía no era muy fuerte, era
puramente circunstancial. Prefería esconderme a jugar con ella. Sí. Ya sé que suena raro.
Amaba esconderme. Era casi una adicción, un consumo problemático del arte de desaparecer.
Un descanso para mi aparato psíquico. Mientras estaba escondida nadie me miraba, nadie me veía.
No veía el gesto de infinita tristeza de mi madre.
No tenía que ver los ojos de Tota, redondos, oscuros, tiernos, que me hablaban en silencio sobre
todas sus faltas. La miraba y pensaba que ella quería ser como yo, que tenía una mamá que me
quería, me cuidaba, un papá que no había desaparecido, una hermana más grande que no se había
ido todavía. Un humilde plato de comida todos los días.
Unos zapatos de cuero cortados en la punta, medias.
Pero por sobre todas las cosas, yo podía llorar, estar triste, preocupada, porque estaba segura que 
podía volver a sonreír cuando pasara la tormenta.
Ella no tenía dónde volver. Es la única explicación que encontré al hecho inverosímil de no haberla
visto llorar. Nunca.

Las fotos y las cartas se guardaban en cajas. Ambas eternizan momentos, escenas. Ambas van
camino a la extinción. Será por eso que los tangos de “El exilio de Gardel”, que hablan de cartas,
amores y distancias, me acompañan en esta melancolía no tan pasajera. Se los traigo, se los dejo,
se los muestro para que lo disfruten y puedan llorar.





Comentarios

  1. Ceci, no dejes de compartir esta maravillosa virtud que tenés, escribiendo y retratando tantas sensaciones que se hacen carne con cada palabra.

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares