Un extraño ducado - Por Roxana Inés Arlia
Gastón siempre fue un muchacho tímido y callado. Su
vida transcurre en una tediosa armonía, una sucesión interminable de monótonas
jornadas. Por la mañana, luego de un prolijo desayuno, toma siempre el subte en
la estación Bulnes, hasta Catedral. Ingresa al Banco y no sale hasta que
finaliza su jornada laboral. Empleado eficientísimo, casi podría decirse: robótico.
Así pasa su vida, día tras día…, durante semanas, meses, años. Hace ya 15 años que
es parte del staff del Banco. Y sin
embargo, nadie lo conoce demasiado allí dentro.
En
su casa sólo lo espera la compañía de Vito; un gato siamés, que parece
alegrarse con su llegada simplemente porque eso significa que es hora de la
cena.
Heredó ese departamento, luego del fallecimiento de
sus padres. Hijo único, y sin otros familiares conocidos de su árbol
genealógico. Jamás formó pareja, tampoco se le conocen amigos o amigas.
En
la soledad de sus 45 años, casi podría decirse que la única persona con quien
conversa es su terapeuta. El diagnóstico: alexitimia (incapacidad para expresar
y reconocer emociones o sentimientos. Comunmente llamada “incapacidad de amar”).
La causa determinante, desconocida aún.
Introvertido por naturaleza, Gastón prefiere las
lecturas científicas –desprovistas de todo lo que pueda involucrar la expresión
de sentimientos o emociones-. Durante este último tiempo, comenzó a focalizarse en la investigación de las ciencias ocultas y
la reencarnación. El estudio de las vidas pasadas siempre ejerció una curiosa
fascinación sobre Gastón.
Pareciera que sólo mediante la lectura de aquellas
remotas historias, puede vivir lo que no se anima a experimentar personalmente.
Durante dos años se dedicó a recolectar datos y
antecedentes familiares para reconstruir su ascendencia. Así descubrió que sus
predecesores más lejanos se encontraban en Italia, más precisamente en Verona.
“¡Qué paradoja!”, pensaba Gastón, “justamente yo, que
sufro de ‘incapacidad de amar’, tengo mis raíces en la ciudad que vio nacer el
más grande amor de todos los tiempos: Romeo y Julieta”.
Todo esto lo llevó a desviarse un poco de sus
“ascépticas” lecturas, y generó en él un creciente interés por este clásico de
Shakespeare.
Así fue como una mañana, camino al trabajo, se detuvo
en una de las tantas librerías de la zona. Casi sin quererlo, se descubrió
comprando un ejemplar de aquella obra. Sus compañeros de trabajo se sorprendieron
al verlo llegar con esa flamante adquisición.
“¡Qué raro!”; “Nunca hubiera imaginado a Gastón
leyendo ese libro”; “’¡Romeo y Julieta!’, ¿estás segura?, ¿no te habrás
confundido?”; fueron los comentarios de
la jornada.
Al cabo de los días, corroboraron que
ninguno se había confundido. Efectivamente, Gastón estaba enfrascado en la
lectura del clásico de Shakespeare.
Nadie sabía
explicar muy bien porqué, pero empezaron a notar algo distinto en él. Su mirada
ya no era la misma. Y, aunque los demás lo ignoraban, una nueva costumbre había
quebrado la rutina en que Gastón vivió sumergido todos esos años.
Ahora, los viernes por la noche, disfrutaba paseando
por la ciudad. Al salir del trabajo, se tomaba un tiempo para caminar por las
calles de Buenos Aires, y se dirigía con andar pausado hacia la zona de Puerto
Madero. Se embriagaba con las luces y el murmullo de la gente. Luego de una
comida liviana, y ya entrada la noche, se obsequiaba con un paseo por la calle
que bordea el dique.
La quietud de las aguas y el reflejo de la luna lo
invitaban a soñar. Sin duda, era el ambiente ideal para la lectura de aquel
fascinante relato de los amantes de Verona.
Una noche, mientras volvía de deleitarse con el final
de aquella romántica historia, algo extraño sucedió...
Cruzando las vías de Puerto Madero, observó el brillo
de una pieza de metal. Al recogerla advirtió que se trataba de una antigua
moneda italiana. La tomó y la guardó en un bolsillo.
Durante el viaje de regreso, la examinó detenidamente.
Era como una especie de hechizo, no podía dejar de contemplarla.
Al llegar a casa, la colocó en su mesa de luz. Vito lo
miró y maulló, como advirtiéndole algo. “¡Qué extraño!” pensó “nunca antes
había hecho eso. Dicen que los animales tienen un sexto sentido...”, pero al
instante se corrigió: “¡tonterías!, ¿qué puede tener de especial un antiguo
ducado? Creo que la lectura de esos libros sobre parapsicología empezó a
afectarme”.
Casi convencido de sus argumentos, se echó a dormir;
embargado por un profundo sueño. Pero un súbito resplandor lo encegueció... El
brillo proveniente de aquella singular moneda lo despertó.
Grande fue la sorpresa al mirar a su alrededor. Su
dormitorio ya no era aquella sobria habitación de Bulnes y Arenales, sino el
cuarto de una humilde casa medieval.
-
Fray Juan... -se escuchó decir desde lejos-
¡Fray Juan!, ¿se encuentra usted bien? -repitió la voz-. En ese momento
Gastón reaccionó:
- Disculpe..., ¿me está hablando a mí
-
Por supuesto -respondió aquel inusitado personaje- Pobrecillo, la peste debe
haberle afectado gravemente -susurró por lo bajo-.
-
¿Dónde estoy? -preguntó Gastón sorprendido-.
-
En Villafranca, donde más si no. Ha venido usted a esta pequeña población
buscando a un hermano de su Orden, para que lo acompañara a Mantua a
encontrarse con un tal Romeo. Lo recuerda, ¿verdad?
-
¡¿Qué?! ¡Esto es increíble! -fueron las únicas palabras que Gastón alcanzó a
balbucear-.
-
Eso mismo digo yo. Es increíble el daño que la peste ha causado en estos
pueblos. Por eso hemos decidido imponer una cuarentena en la casa. Ambos
deberán permanecer con esta familia, hasta que el riesgo de contagio
desaparezca.
Inmediatamente,
vinieron a la memoria de Gastón las palabras pronunciadas por Fray Lorenzo en
el final de la escena II, acto quinto, de aquel clásico de la literatura:
“¡Suerte fatal! Por mi santa orden, que no era insignificante la misiva, sino
que encerraba un mensaje de gran importancia, y cuyo descuido puede acarrear
graves consecuencias...”.
Una incontenible angustia se apoderó de su ser. En sus
manos había estado la posibilidad de evitar tan horrible tragedia, y él no
había hecho nada. Quizás su “incapacidad de amar” era una especie de castigo
por la desidia con que había actuado en vidas pasadas.
- Usted no entiende. ¡Debo salir de aquí! -le imploró
desesperado-.
-
Lo siento, nada puedo hacer -se lamentó el celador, quien mantenía una
prudencial distancia, hablando desde la mirilla de la puerta-.
-
Al menos procure que esta carta arribe a Mantua -insistió Gastón-.
-
Imposible. No puedo tomarla, ni tampoco dársela a otra persona. Sería una forma
de propagar este mal que nos aqueja. Y eso es precisamente lo que queremos
evitar.
-
¡Se lo suplico! Si esta carta no llega a destino en debido tiempo, una enorme
desgracia acabará con la vida de tres personas.
- Le ruego no insista. Peor catástrofe sería diseminar la peste. Lo siento..., buenas noches -dijo el celador, cerrando la mirilla-.-
¡Vuelva aquí!, ¡¡ESCUCHE!!... -gritaba Gastón desesperado, golpeando la puerta-.
Tan fuertes eran sus gritos y tanta su vehemencia, que esa misma sacudida lo despertó.
En realidad nunca supo si esa escena había sido real, o fue sólo parte de un sueño. Pero su vida cambió radicalmente a partir de aquella experiencia. Ahora su trato con la gente es distinto. Ya no es más aquel “hombre gris”, incapaz de expresar sus sentimientos.
Su propio terapeuta quedó gratamente sorprendido con
el cambio, aunque nunca llegó a comprender el motivo de dicho progreso;
prefiriendo atribuirlo a su buen abordaje terapéutico.
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