Consecuencias - Por Osvaldo Daniel Acosta

 

El largo pasillo desemboca en la escalera que lleva al primer piso. La sala de espera está adornada con réplicas de cuadros famosos, los girasoles de Van Gogh se distinguen entre otros.

Una alfombra gastada en el centro. Sillones dispuestos como en un living tradicional la completan.

Por el ventanal que da a la avenida se cuelan los sonidos de la ciudad. Almagro a media mañana, es bastante ruidoso.  

En un rincón, un potus recién regado espera a los pacientes.

Mechi baja de un taxi maldiciendo en voz baja ¡300 pesos por veinte cuadras que hijo de puta!

Toca el botón en el portero eléctrico.

—¿Quién es? —responden con voz metálica.

—Mercedes, tengo turno—contesta Mechi.

La puerta se abre. El sonido la sorprende. Suspira y de forma decidida encara el pasillo.




Habla en voz baja: Ojalá sirva de algo venir. El viejo me dijo que me va a hacer bien poder hablar. Mientras va subiendo la escalera, cuenta mentalmente los escalones. «No puede ser que me canse subiendo 15 escalones de mierda, ya estoy toda traspirada, no puedo estar tan gorda. La puta madre. No sé para qué me puse esta calza que me marca toda la panza, por lo menos esta camisola me la tapa. La telefonista me dijo 10 y media ya son y veinte, espero ser la primera, no sé cuantos más seremos».

A pocas cuadras en el baño de una estación de servicio, Ricardo esta en calzoncillos. El elástico le marca la panza que tiene apoyada sobre la bacha. Luce una barba de dos días y ojeras pronunciadas. Se lava las axilas. Para no mojarse los pies está parado sobre el uniforme de seguridad. Del bolso con sus pocas pertenencias saca un pantalón y una chomba un tanto arrugados. Lustra con la manga de la camisa del uniforme, los zapatos que sacó de una bolsita de supermercado.

Está sin dormir. El trabajo de custodia le ha generado el hábito de pasar más de un día sin pegar un ojo. Tantos días fuera de su casa y otras cuestiones han desgastado su pareja. Sabe que al volver, Lucia ya no estará.

— ¡Dale flaco, hace un rato que estás ahí! —grita el playero de la estación de servicio.

—¡Ya va! —responde Ricardo, mientras se perfuma por debajo de la barbilla con una imitación de Paco Rabanne. Luego de peinarse, hace carambolas con las bolitas de naftalina mientras orina en el mingitorio. Sale sin lavarse las manos.

Busca en la billetera la tarjeta que le dio Luis, su amigo. «¿Tendrá sentido ir?» piensa. Mientras camina, hace un repaso de los últimos meses: Parezco estar viviendo en un tango. Al paso que voy, no me va a quedar ni yerba de ayer secándose al sol.

Cuando llega a la dirección toca el portero eléctrico, la misma voz metálica pregunta ¿quién es?

—Tengo turno— responde Ricardo.

Una hora antes, en su departamento, Susana llamó a su personal trainer para suspender la clase, y a su empleada para decir que irá más tarde porque se siente mal.

«Dice Jorge que el desorden exterior tiene mucho que ver con el desorden interior. Uno de estos días, me pondré a ordenar. A lo mejor hable de esto en terapia» piensa. Mientras busca en el perchero del placar la blusa que le hace juego con el jean que tanto le gusta. Se maquilla como para impresionar.

Costumbre que copió de su madre: “Vos siempre tenés que estar bien maquillada, nunca sabés si la persona que vas a conocer, es la puerta de entrada a una nueva oportunidad”.

Cuando entra en la sala de espera observa a Mercedes y Ricardo.

—Buen día—saluda, mientras estudia en qué lugar se va a sentar.

 «Que olor a colonia barata que hay en este lugar, no creo que haya sido buena idea venir» piensa.

—Buen día—responden al unísono Ricardo y Mechi, cada uno en su mundo.

—¿Están para la terapia de grupo? —pregunta Ricardo, sentado en el centro del sillón doble que ocupa con las piernas abiertas.

Mechi está sentada con los antebrazos apoyados sobre sus muslos, tomándose las manos, como quien espera que suene la campana para salir a boxear. Resopla para despejar el flequillo con un mechón de color violeta que cae sobre sus ojos.

—Y, no vamos a estar esperando para entrar a ver una obra de teatro—responde sin levantar la mirada de la alfombra.

—Si, es la primera vez que hago terapia grupal, en Mar del Plata hacia individual —responde Susana, sentada en el sillón que quedó libre.

Susana a modo de vincha lleva puesto unos lentes de sol, que compró en Punta del Este hace unos años. Lee en el teléfono celular, los mensajes de sus hijos y su madre.

Mechi ahora cruzada de brazos, mira por el ventanal como un hornero construye su nido, en la punta de un poste del alumbrado público.

Ricardo intenta seguir con la charla.

—¿Y… a qué se dedican?

«Que pesado este tipo, que pinta de garca que tiene» piensa Mechi y no contesta.

—¿Y usted a qué se dedica? — responde Susana sin levantar la vista del celular.

—¿Yo?, tengo una agencia de seguridad. Brindo servicios de custodia para camiones de caudales. Es más, acabo de echar a un tipo que es un desastre, en el bolso traigo su uniforme—responde Ricardo.

«Garca y botón» piensa Mechi.

Susana observa la imagen de Mar del Plata en el protector de pantalla del celular. Lo guarda en la cartera Louis Vuitton. La cierra apretando el broche dorado.

Levanta la mirada y continúa la charla: ¿Cómo es eso de la agencia de seguridad? Son tiempos de mucho trabajo ¿No?

—La verdad que sí, se conoce mucha gente, sobre todo en los barrios privados. Le doy servicio a los más reconocidos, mucho político y deportistas famosos.

 

—¿Deportistas? ¿Algún boxeador? —pregunta Mechi por impulso

Ricardo piensa y después de unos segundos contesta: Si, claro ¿conoces a Látigo Coggí?

—¡Siiii!, mi viejo es fana suyo. Me hizo ver los vídeos de todas sus peleas, tiene un póster de él en el taller mecánico—contesta Mechi.

—Si querés te puedo conseguir el teléfono—dice Ricardo.

—Mi viejo se va a caer de culo, cuándo le cuente—se entusiasma Mechi.

—Hay algo que no entiendo. Usted dice que tiene muchos clientes, pero ese bolso viejo no dice lo mismo o ¿se lo dejó el empleado que despidió? —interviene Susana.

Ricardo carraspea y contesta: La verdad, el bolso es mío, se lo presté. Es un pobre tipo no tiene en donde caerse muerto.

—Y si, hay mucha gente que no tiene en donde caerse muerta ¿No? Continua Susana.

—La verdad que sí— contesta Ricardo en tono desafiante, abriendo los brazos sobre el respaldo del sillón, mientras mira por el ventanal.




La conversación se interrumpe, cuando se abre la puerta del consultorio y aparece Omar.

— Buen día ¿cómo están? pueden pasar.

Los tres se levantan. Ricardo con un ademán de caballerosidad exagerada deja pasar a Susana y Mechi.

Se sientan en las sillas dispuestas en círculo.

Omar inicia la sesión: No sé si ya han hecho terapia grupal, hay tres reglas básicas que se deben cumplir:

Respetar el horario.

Conservar la privacidad de lo que aquí se comparte.

Y, sobre todo hablar siempre con la verdad.


Susana luego de presentarse dice: estoy muy angustiada porque estoy pensando en cerrar mi local, pero tengo contrato de alquiler por un año más. Sobre todo, extraño mucho a mis hijos.

—Muy bien Susana ¿Alguien más quiere compartir? —pregunta Omar, mientras termina una anotación en su libreta.

—Yo estoy acá, porque me cuesta verme en los espejos. Para la directora de mi escuela soy antisocial— comenta Mechi, acomodándose la camisola sobre los hombros.

Luego de un silencio incomodo. Omar mira a Ricardo, esperando una respuesta.

—¿Yo?, vengo porque nadie confía en mí. Para ser sincero, no puedo dejar de mentir—responde Ricardo, mientras con el talón derecho empuja el bolso debajo de la silla.

 

 

Comentarios

  1. Es genial observar como el autor, en pocas líneas, desnuda a los protagonistas. Me gusto mucho.

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  2. Yo pienso que, en realidad los tres pacientes mienten. Muy buen relato Osvaldo.

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    1. Muchas gracias, por la lectura y la devolución.
      La terapia como disparador y las historias que encierra cada paciente.
      Un fuerte abrazo.

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  3. Respuestas
    1. Gracias por la lectura y por tu comentario.

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