Refugios - por Marisa Cecilia




Ya se habían llevado a Elenita, mi prima hermana, y a Daniel su marido, ya se habían llevado a Fernando, mi cuñado y lo habían devuelto en los bosques de Ezeiza. 

Y nos fueron a buscar al departamento del que recién nos habíamos mudado. Para despiste de los milicos, mis padres decidieron dejar de alquilar el departamento en el 5to. piso del edificio “torre” de Caseros, y volver a la casa de Santos Lugares. 

Caminando por Caseros, mi padre se cruzó con el portero de aquel edificio construido por el Banco Cooperativo. Adán se llamaba, y no es chiste. Aquel maravilloso ser humano le contó disimuladamente a papá la escena que soportó. Varios hombres allanaron el departamento que ocupábamos hasta hacía pocos meses. Lo obligaron a buscar la llave, abrir la puerta y ver cómo revisaban todo. Lo interrogaron, y sostuvo el no saber nada con la soltura necesaria.

No nos buscó. Esperó pacientemente a cruzarse con alguien de la familia.

Mi hermana, mi cuñado y mi sobrino se habían exiliado en Montevideo.

Quedábamos mamá, papá y yo. Mamá y papá se fueron a un hotel. A mí me mandaron a vivir con un matrimonio uruguayo, que vivían en capital. 

Los Borges eran un matrimonio adorable de militantes de la izquierda oriental, tenían un hijo tupamaro que estaba preso en la cárcel de Libertad. Tampoco es chiste, la cárcel donde estaban la mayoría de los presos políticos del Uruguay se encontraba en la localidad de Libertad. 

Luis hacía artesanías para todos en las jornadas de trabajo carcelario. A mi hermana le había hecho un colgante en piedra semipreciosa con una silueta de mujer embarazada. Se había enterado de su estado en una de las periódicas visitas que le hacía su madre, que aprovechaba a bagayear cada vez que cruzaba la frontera. A mí me había hecho un cinto tejido en telar con hebilla de cuero repujado, que conservé hasta su desintegración. 

Además, tenían una hija, Silvia, mayor que yo, menor que mi hermana.

Me hicieron un lugar, me prepararon una cama, me dejaban el té caliente en el termo, todo un lujo, para que desayunara tempranito. Tenía que desayunar temprano, mi viejo me había instruido para llegar a la escuela sin despertar sospechas. Tomaba un colectivo hasta Caseros o hasta la estación de Palomar, según saliera más o menos temprano. 

Desde esa primer parada tomaba el camino que habitualmente recorría cuando salía desde casa. El recorrido que más miedo me daba era vía Palomar, que me obligaba a atravesar el Colegio Militar. Esas largas cuadras pobladas de sonidos de disparos, probablemente de prácticas de tiro, vacías de personas, se me hacían infinitas. Caminaba apurada, fingiendo una tranquilidad que no tenía, imaginando posibles respuestas ante un interrogatorio. 

Cuando entraba al Rivadavia no era más sencillo. No podía invitar a nadie a mi casa, no podía ir a la casa de nadie. No podía dejar derivar ninguna conversación que me empantanara en situaciones familiares de las que no podía hablar. 

Las clases, los profesores, las materias, eran un remanso. Podía ocupar la cabeza en otra cosa, y dejar de controlar.

Olga Borges me miraba, me hablaba con tanto amor, tanta delicadeza, que no me permitió llorar, ni una vez. Tanto me mimaba que me dolió horrores decirle que de ninguna manera iba a comer sus ravioles de seso.

Hasta que un día llamaron por teléfono, y Olga me dijo que podía volver a casa. Que mis viejos, sus amigos de la vida, iban a estar allí esperándome. Y dejé la casa de los Borges para no volver. Esa casa, donde, mucho antes del cálido exilio, había vivido incontables jornadas de truco de seis. Se juntaban mi hermana, mi cuñado, Silvia y otros compañeros a jugar al truco, reírse, pasarla. Yo, la más pequeña de ese grupo, me colaba feliz de participar de cosas de grandes. 

No volví a ver a los Borges. Cuando fueron a buscar al novio de Silvia a la fábrica donde trabajaba, decidieron exiliarse todos. Se fueron a Francia, como refugiados. Un tiempo después supimos que soltaron a Luis, que salió ilegalmente por Brasil y huyó a juntarse con su familia, arrastrando a su novia.

Tampoco volví a jugar al truco. Le perdí el gusto.

Se agolpan las músicas de esos años, pero la música de este recuerdo es ésta que les traigo.  

Por la cadencia, por las imágenes que la ilustran, y, misteriosamente, por la letra.

Radiohead - No Surprises






Sin sorpresas

Un corazón lleno como un vertedero 
Un trabajo que te mata lentamente 
Moretones que no curan
Te ves tan cansada, infeliz 

Derribar al gobierno
No lo hacen
No hablan por nosotros
Tomaré una vida tranquila

Un apretón de manos de monóxido de carbono
Y sin alarmas y sin sorpresas
Sin alarmas y sin sorpresas
Sin alarmas y sin sorpresas
Silencioso
Silencioso

Este es mi último ajuste
Mi último dolor de estómago con
Sin alarmas y sin sorpresas
Sin alarmas y sin sorpresas
Sin alarmas y sin sorpresas

Por favor, por favor
Una casa tan bonita
Y un jardín tan bonito

Sin alarmas y sin sorpresas (déjame salir de aquí) 
Sin alarmas y sin sorpresas (déjame salir de aquí) 
Sin alarmas y sin sorpresas (déjame salir de aquí)

Por favor, por favor.


Comentarios

  1. Algunas anécdotas que conozco por separado en un único, bello relato. Y si, tenemos una cárcel de Libertad, un cerro chato y así...

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  2. Que bello relato Mari! Estás afilando tu birome( que antigüedad) de narradora! Hay una escritora,Lucía Berlin, que convirtió en literatura sus vivencias,creo que te gustaría. Abrazo virtual y beso sin barbijo!!

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  3. Hola tia. Conocía la otra parte de la historia. La de aquellos que cruzaron el charco. Nunca había escuchado la historia de los que se quedaron .♥️ Espero verte pronto. Beso grande

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  4. Tus palabras, como esa música, como esas imágenes: postales vivas de lo que cada 24/3 nos abrazamos al grito de Nunca Más! Gracias por compartirlo. Gracias por transformarlo en belleza y demostrar que no han podido, que la muerte y el horror que generaron no ha podido por sobre la dignidad y la lucha. Beso grande Mari!

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