Adriana Calvo, historia de una aparecida - Por Cherco Smietniansky


Corrían los años 80 y yo comenzaba  a dejar atrás la infancia para adentrarme en mi adolescencia, la que de a poco se iría impregnando de fútbol, rock y muchas ansias de libertad.

Fue en esos tiempos que por primera vez escuché hablar de ella. La prensa la mencionaba por su nombre más dos apellidos unidos por un “de”.




Imposible no recordarlo. Fue en el marco del Juicio a las Juntas Militares, cuando su testimonio me hizo estremecer hasta el último rinconcito de mi alma. Ella hablaba y yo sentía que la tierra se movía, que mi infancia definitivamente terminaba, que el mundo real me daba una cruda bienvenida.

Cada vez que testimoniaba, de su boca emanaba una catarata de palabras empapadas de dignidad, así fue como supe del “Pozo de Banfield”, de su secuestro estando embarazada, del parto durante el traslado, de los torturadores arrojándole una pastilla de gamexane  en el calabozo donde se encontraba junto a su beba recién nacida y por sobre todas las cosas, de la fraternidad de sus compañeras de cautiverio, que en ese momento las rodearon a ambas construyendo una barrera de contención humana que evitó que Tere, la beba en cuestión, muriera envenenada por la toxina de los genocidas.


Los años fueron pasando y ella siguió siendo noticia. Su nombre –ya para ese entonces con el agregado de un solo apellido- era sinónimo de memoria, verdad y justicia. También de encuentro, aunque ni ella ni yo lo sabíamos aún.

Cuando finalmente la conocí ya era Adriana a secas. A esa altura, su nombre era tan singularmente plural y tan colectivamente propio, que no requería de ningún agregado.

Pero la vida –eso que tanto amamos- me sorpendería con algo inimaginable unos años antes, regalarme la posibilidad de militar junto a ella y llamarla “compañera”, quizás, la palabra más dulce que pueda existir en todo el universo de la lengua castellana.

Eso sucedió en la “Chau Pozo”, la multisectorial que nos agrupó para luchar por el cierre definitivo del “Pozo de Banfield”. La pelea duró años, pero lo logramos. En el ínterin quedaron los recuerdos de innumerables marchas siempre oficialmente recibidas por un comité de bienvenida que contenía en su menú gases lacrimógenos y balas de goma.

Ella decía que “los malos ganan si los buenos no hacen nada para impedirlo”. Esa vez ganamos los buenos. Así logramos lo que parecía imposible, cerrar por primera vez en nuestro país un ex centro clandestino mediante la lucha popular.  Y lo hicimos a nuestra manera, poniendo las condiciones de cómo y cuándo se cerraba. Siempre nos referíamos a ese hecho histórico como una “expropiación”, jamás usamos la palabra “recuperación” ya que eso nunca fue nuestro. Por eso traigo a colación una aclaración tan obvia como necesaria: el Pozo no era de Banfield, sino que quedaba en Banfield. El Pozo era de los genocidas.

Recuerdo el día que lo cerramos, fue un 16 de septiembre. Cuando salió el último cana, el Comisario se acercó y me hizo entrega de las llaves, el gesto fue tan simbólico como inútil. En cuanto me di vuelta, ya las columnas de manifestantes habían derribado el portón de acceso e  ingresado al playón de tan siniestro lugar.

Fue ese día y en ese playón, cuando Adriana tomó el micrófono y dijo uno de los discursos más emocionantes que recuerdo en mi vida.

Pero la alegría duró poco. Dos días después secuestraban por segunda vez a Jorge Julio López.

La Asociación de ex Detenidos Desaparecidos convocó a una reunión de urgencia. Asistimos muchos, pero no todos. Yo tenía mis dudas, ella no. Por eso cuando la vi llegar le pregunté qué opinaba. Me miro seria y contestó: “Prefiero equivocarme exigiendo su aparición, a quedarme sin hacer nada por miedo a equivocarme”. Al otro día estábamos marchando enarbolando una consigna que retumba en mis oídos hasta estos días: “Aparición con vida de Jorge Julio López”.

Lo que siguió después es historia conocida. En cada lucha por Memoria, Verdad y Justicia ella estaba y para ese entonces la palabra “Encuentro” nos era común a ambos.

Yo no recordaba en que movilización fue, pero por un texto que escribió su familia supe que se trataba del día en que asesinaron a Mariano Ferreyra. Ella estaba muy enferma y era algo que se sabía. Cuando la vi venir me abalancé a abrazarla, pero en mi actitud hubo algo que no le gustó. Me volvió a mirar fijo, como aquel día en la reunión por Jorge Julio López. En ese instante comprendí que esa mujer que irradiaba tanta vida y dignidad, no necesitaba ni de un poquito de mi compasión por más bien intencionada que fuera. Sentí mucha vergüenza, de esas que te agarran cuando se contraponen la grandeza y la chiqueza. Nunca más volví a verla,  aunque sí a sentirla presente, lo cual es lógico, ya que les estoy contando la historia de una aparecida, que cada tanto me susurra al oído una canción que dice: “Estaré, estaré, a donde salga el sol”.



Comentarios

  1. La memoria agradecida y comprometida es la que heredamos de esa generación diezmada,que pide MEMORIA.
    VERDAD.
    Y JUSTICIA .

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  2. Recuerdo el relato de Adriana casi en la puerta del Pozo en una de las movilizaciones allá por el 86 /87- Me impactó su relato y la entereza para hablar en ese lugar siniestro. Bello recuerdo y evocación. No lo había visto en su momento pero siempre es momento para recordarla.

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