Te ví - por Marisa Cecilia
Antes de sumergirme en el recuerdo de un amor de porquería, voy a aclarar algunas cosas. Uno de los más profundos exilios internos que viví no discurrió en dictadura, ni corrida por el miedo, ni por la miseria. No. El más doloroso de mis exilios comenzó cuando me alejé del peronismo. Y no, tampoco voy a hablarles de política. O tal vez sí, nada más político que el amor. De cualquier manera, esta historia comenzó cuando discurrían los últimos tiempos de aquel naufragio colectivo de la última dictadura cívico-militar-clerical-empresaria. Finalizaba el durísimo año 1982, atravesada ya la angustia que significó Malvinas, cuando llamaron a una movilización desde la multipartidaria. 16 de diciembre. Fui. Sola. Terminé haciendo cordón para que el grupo de políticos convocantes, mayormente radicales, entraran a la plaza por Avenida de Mayo. Volví corrida por los gases, a las apuradas por la escalera que te lleva a la estación Catedral del subte D. Cuando llegué a casa supe que habían matado a Dalmiro Flores. Ahí empezó la migración interna. Cambié de amigos, de amigas, de costumbres, de lecturas, de identidad ideológica, y me sumergí en el trotskismo vernáculo.. A pesar de la aparente cercanía entre los cuerpos y las ideas, me faltaba algo. En ese momento no lo podía definir, pero ese malestar mezclado con vacío existencial me iba llenando las entrañas.
Varios años después, ya con el turco en el gobierno (juro que no soy supersticiosa, pero me acabo de tocar la teta izquierda), concurrí por enésima vez a la Plaza de Mayo. Había llamado la CGT, con Ubaldini a la cabeza. La convocatoria era escasa, y nuestra columna se quedó a la derecha de la Catedral, por Diagonal Sur. Para el cierre del discurso de Ubaldini no tuvieron mejor idea que poner la marcha peronista… fue un segundo de iluminación, empecé a agitar el “Menem, compadre, la concha de tu madre”. Increíblemente para mí, ese grito que me salió de lo más escondido de mi subconsciente, fue tomado por la mayoría de los concurrentes, peronistas incluidos. Y se convirtió en el hecho político más importante del acto. Entonces lo ví. Lo ví venir hacia mí. Era el morocho mas lindo del barrio. Luminoso, desprolijo, mayormente vestido de negro. Remera roquera, pelo largo, boca generosa con sonrisa genuina. Buscó a mi compañera de local, Natalia, a quien aún hoy considero mi amiga.Y le preguntó a quién se le había ocurrido la consigna. Naty me señaló, y lo acercó para presentarnos. No recuerdo las palabras con las que me felicitó por la ocurrencia. Sólo sé que no podía dejar de mirarlo. Cuando desconcentramos le pregunté a Natalia quién era exactamente. Sonrió y me clavó el consabido “tiene compañera”. Respiré profundo, y me forzé a la resignación.
Pasaron los años de gris militancia barrial, el partido se fue dividiendo en pequeños fragmentos ininteligibles. En un momento Gabriel, Gaby, que así se llamaba, pasó a ser el señor “G”, sigla con la que lo vituperaban en las interminables y sucesivas minutas internas.
En una de las poco estimulantes reuniones sociales entre militantes, lo volví a ver. Mi primer impulso fue comerle la boca. Pero me contuve. Se estaba separando, por lo que no fue difícil acercarme. Él estaba confundido y apenado, no sólo por su separación, sino por la cruenta batalla que mantenía con la dirección del partido. La fracción la encabezaba junto con los padres de Natalia, nada más, ni nada menos. Así que después de esa noche, torturé a Naty con largas conversaciones sobre si convenía o no que me acercara a Gaby. Hasta que un día me llamó al teléfono de casa. Ahora me doy cuenta de lo engorroso que era tener una vida amorosa sin un teléfono celular. Había que encarar y pedir un teléfono fijo, había que decidirse rápido y arrancar una cita antes de que se termine el evento que te había permitido estar cerca. Había que jugarse. Y ganar. O perder.
Nos encontramos finalmente, por única vez, en una esquina de Avenida de Mayo. Fuimos a comer en un bodegón, y a pasar la noche en un hotel de pasajeros. Mentimos, más por costumbre que por seguridad, nuestros números de DNI. Sobre lo que pasó esa noche prefiero no dar detalles. No porque no los recuerde. Por pudor, que aún tengo, sólo diré que me enamoré como nunca. Cuando nos despedimos no me pidió otra cita. Me quedé, acongojada, con el consabido “te llamo”.
A la semana exacta me llamó. Era el tiempo justo para no parecer desesperado, pero lo suficientemente interesado. Me abalancé sobre el teléfono, tratando de sonar normal. Para mi sorpresa, la conversación fue una serie de malos entendidos sobre el día, la hora, el lugar. En un momento mencionó nuestra situación en el partido, uno de cada lado de la grieta. Y cerró la conversación con el consabido “te llamo y arreglamos”.
Nunca más.
Me emparejé con el uruguayo, trosko él. A la sazón teníamos una relación gris, que se apagaba asediada por los celos políticos. Yo era madre, trabajaba, militaba, escribía, y él se llevaba los laureles. Una noche, cenando con un compañero que estaba resguardado en casa por unos dias, dirigente de prestigio, surgió en la mesa una vieja discusión que teníamos con el uruguayo respecto de Cuba. El dirigente, colombiano de origen, médico, cultísimo, se explayó defendiendo mi postura. Sin poder refutarlo, el uruguayo se sumió en el rencor más profundo que conocí. Y eso que soy rencorosa, muy.
Mi viejo se enfermó y lo internaron. Noche por medio me la pasaba sentada junto a él en el hospital. Esa tarde dormía profundamente la siesta cuando sonó el teléfono. No lo oí. Atendió Heber (no tengo que explicar que es el nombre del uruguayo). Y decidió no despertarme. No avisarme de las pocas horas que tenía para subirme a un auto que me lleve hasta la otra punta del conurbano bonaerense, donde velaban a Gaby. Cuando me desperté, obnubilada por el cansancio y la tristeza, tardó un buen rato en decirme. Me paralicé. Por primera vez en muchos años no sabía qué hacer. Tanto me paralicé que no fui al velatorio. A los dos días conversé con Natalia, que me contó lo que había pasado. Lo primero que me dijo fue que en el velorio estaba la última compañera de Gaby, embarazada de 8 meses. Gaby era operario en una fábrica metalúrgica, iba y venía del trabajo a casa y de casa al trabajo con su bicicleta. En el trayecto tenía que cruzar una vía. Acostumbraba llevar auriculares para escuchar música de su walkman. No lo escuchó, no lo vió. No supo. No pudo.
Escribí, cuando pude, esta poesía para él.
Suponer que se puede hablar
y escuchar, y responder
dulce posibilidad
pero no me escuchas
y ya no te hablo
no es fácil que el eco de una voz
llegue hasta vos.
No te puedo decir lo que
te extraño
cada vez que me codeo
con la flor y nata de trotskismo,
cada vez que vuelvo a caminar
los pasos que me acercaron a vos,
cada vez que miro la multitud
y sólo distingo el vacío
que dejaste
que siento
tu negra luz no está
y todo se me aparece asépticamente iluminado
homogéneamente apareado.
“Touché”
me arrepiento
una y mil veces.
Pido perdón, disculpas,
yo no sabía…
no podía imaginar,
el futuro gris,
la muerte parda
la estupidez del destino
la sagacidad de la nada
para abalanzarse sobre vos
y comerte de un solo bocado.
El poco recuerdo
se me escapa y se me pierde,
la mucha ilusión, difusa,
se expande y desaparece.
Sólo el contorno de tus ojos negros
me siguen, perfectos, potentes,
respirándome el aire
me miran y desaparezco yo.
Dejaste semilla
y no fue en mí.
Dejaste ideas
y todas estaban equivocadas.
Dejaste enemigos
que son mis amigos.
Dejaste una vida
que jamás será reivindicada.
Dejaste de mirar a los costados
y pasó el tren.
a Gabriel, Gaby, G.
Sé que la historia detrás de su creación no es similar a la mía, pero cada vez que escucho este tema puedo verlo, único en un millón, venir hacia mí, sonriente, cruzando la plaza.
Difícil es leerte y no imaginar plasmado en una pantalla el devenir de tus historias. El cierre musical acompaña la pasión que se desprende de tu recuerdo.
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