Cuadernos de un viajador - Bolivia - por Mariano Saravia
Humildemente, desde Fogón y Mate tenemos la alegría de presentar un libro, que iremos subiendo por capítulos una vez por semana, todos los días viernes. Anteriormente, publicamos el Prólogo y las Palabras Preliminares. Hoy va el Capítulo I de XII.
Cochabamba,
la guerra del agua
Era
una tarde de otoño del 2000 y yo estaba inmerso en mis tareas
habituales en la redacción del diario, tratando de buscarle la
vuelta para escribir algo con algún contenido social en la sección
Política. Casi una quimera. En eso me llamó el prosecretario de
redacción a uno de los sum (salones de usos múltiples), como les
decían con esa insoportable sumisión a las modas, incluso en el
lenguaje. Incluso en un ambiente donde se supone que se trabaja con
el lenguaje, como la redacción de un diario. Entonces, el viejo y
querido periodista me preguntó si estaba en condiciones de hacer un
viaje.
-En
principio sí, ¿adónde?- pregunté.
-A
Bolivia, está muy complicada la situación con las protestas en
Cochabamba-
Dentro
de la monotonía de la sección y las cada vez menos grietas visibles
para hacer algo distinto, la propuesta era como maná caído del
cielo. Además, era soltero, sin hijos y ni siquiera tenía novia en
ese momento. Libre como los pájaros para volar a un lugar de la
América profunda donde la gente estaba peleando por algo, en
momentos en que la Argentina se desangraba muy lentamente sin ni
siquiera darse cuenta.
-¿Y
cuándo me iría?-
-Mañana
mismo, a la mañana temprano si conseguimos pasajes para vos y para
el fotógrafo-
-¿Y
con quién voy?-
-Con
el Mono-
El
“Mono” Antonio Carrizo, en esa época todavía no era jefe de
fotografía, pero ya era hacía tiempo uno de los mejores fotógrafos
del diario,
y uno de los mejores del país. Además de buen tipo. Así que fue
otra buena noticia.
Al
día siguiente estábamos en la redacción a las siete de la mañana,
para ir en un auto del diario al aeropuerto, de ahí a Aeroparque y
luego en un taxi hasta Ezeiza para seguir el periplo, que incluyó
una escala en el aeropuerto de Viru Viru en Santa Cruz de la Sierra y
luego un nuevo trasbordo para llegar a Cochabamba, en el medio del
Chapare, el Amazonas boliviano.
Desde
el aeropuerto Jorge Wilstermann de nuevo en taxi hasta el hotel que
nos había reservado la secretaria del diario. Ya estaba cayendo la
tarde y el taxi tuvo que ir buscando el camino que nos permitiera
avanzar, esquivando los bloqueos de los campesinos que protestaban
desde hacía meses contra la privatización del servicio de agua.
Cuando
llegamos al hotel, nos registramos, dejamos las cosas en la
habitación y solamente fuimos al baño y nos lavamos las caras.
Teníamos que mandar algo ese primer día y por lo tanto salimos a la
calle para buscar alguna primera aproximación a la situación que se
estaba dando.
¿Y
qué era lo que estaba sucediendo? Que en 1999, siguiendo al pie de
la letra los dictados del Consenso de Washington de una década
antes, el dictador y por entonces nuevamente presidente (pero esta
vez elegido democráticamente) Hugo Bánzer Suárez había firmado un
contrato con la multinacional norteamericana Bechtel para privatizar
el servicio de agua en Cochabamba.
En el consorcio Aguas del Tunari
SA participaban además de la Bechtel, la española Abengoa SA y el
empresario boliviano Samuel Doria Medina, luego devenido en acérrimo
opositor político de Evo Morales.
Inmediatamente
después de la privatización, el agua aumentó su precio un 50 por
ciento, y muchos campesinos vieron cómo hasta el 20 por ciento de
sus ingresos se escurría entre sus manos para pagar el agua, algo
que desde la cosmovisión andina es un regalo de la Pachamama
(la Madre Tierra). Además se expropiaban las fuentes de agua en las
zonas rurales y se estrecharon los controles prohibiendo a los
campesinos prácticas ancestrales como recoger el agua de lluvia en
cántaros u organizarse para aprovechar los cursos de las vertientes.
Ante
estos avasallamientos, estalló la protesta.
A partir de enero y
febrero, empezaron a bajar de los cerros los campesinos,
principalmente quechuas. La tensión fue increscendo, y en el momento
más álgido 500 mil personas ocupaban el campo, las carreteras y la
ciudad. El gobierno decretó la ley marcial y el 8 de abril, durante
la represión, murió bajo las balas policiales el joven Víctor Hugo
Daza, de 17 años.
Fue el principio del fin, el desenlace.
Nosotros
llegamos con el Mono Carrizo a Cochabamba ese martes 11 de abril.
Luego de lavarnos la cara salimos del hotel con el Mono a buscar
algunas primeras impresiones para mandar.
Cholas
con sus típicos sombreros claros de ala ancha cochabambinos,
regantes, hombres cocaleros como lo fue Evo en su vida sindical,
niños, ancianos. Todos estaban en las calles.
Hicimos fotos y
tomamos testimonios, incluso de Óscar Olivero, uno de los líderes
de la rebelión.
Volvimos
al hotel como a las diez de la noche (once de Argentina) y nos
abocamos a escribir yo y a mandar las fotos en forma digital mi
compañero. Cerca de las 12 de la noche, pudimos darnos una ducha y
cambiarnos de ropa.
Más
relajados, nos dimos cuenta entonces del hambre que teníamos.
Bajamos a la recepción del hotel y preguntamos como lo más natural
del mundo adónde había un restaurant para ir a comer algo.
El
conserje nos miró con una sonrisa irónica y nos explicó que sería
imposible, porque por el estado de sitio y el toque de queda, estaba
todo cerrado a esa hora.
-¿Pero
cómo? Debe haber algo en algún lado-
le dije.
-Mire,
lo único que le queda es ir hasta la circunvalación y probar ahí,
debajo de los puentes.
Para
colmo, tampoco había ni taxis, ni ómnibus, ni nada. Nos dispusimos
a caminar nomás, y luego de unos 20 minutos de atravesar calles
desiertas, llegamos al lugar, donde efectivamente había un par de
cholas cocinando en unas ollas enormes al fuego de leña. Y alrededor
varios parroquianos comiendo y bebiendo.
-Buenas
noches, ¿qué se puede comer?-
pregunté
-Trancapecho-
respondió una señora gorda con su sombrero de ala ancha.
-¿Trancapecho?
¿Qué es eso?-
-Pruebe.
Es lo único que hay.
Y
bueno, pedimos entonces dos trancapecho.
En un pan grande, tipo
hamburguesa, lleva arroz, papas, carne, huevo, tomate, cebolla,
locoto verde (un pimiento ají muy picante), pan rallado, sal y
aceite.
Lo
comimos con unas ganas que exorcizaron cualquier aprensión o
prejuicio que pudiéramos haber tenido. Y ya con la panza llena, y el
ánimo un poco más reconfortado, volvimos al hotel para dormir.
Al
día siguiente se produjeron los enfrentamientos más fuertes entre
los campesinos y obreros por un lado, y la policía y militares por
el otro.
Unos 28 dirigentes sociales y sindicales fueron llevados
detenidos al Beni, en el nordeste del país, y el pueblo de
Cochabamba pagó con seis muertos y más de 100 heridos.
Pero
finalmente, gobierno tuvo que retroceder. El agua siguió siendo un
derecho humano y por lo tanto un bien social y gratuito, no una
mercancía como es hoy en Córdoba.
Aguas del Tunari se fue de
Bolivia y ese fue el inicio del fin del neoliberalismo en Bolivia.
Dos años después murió Hugo Bánzer Suárez y fue sucedido por su
vicepresidente Jorge “Tuto” Quiroga.
La
Paz, la guerra del gas
En
las siguientes elecciones ganó Gonzalo Sánchez de Losada, un
empresario devenido en político que hablaba mal el castellano. Pero
no porque su lengua materna fuera el quechua o el aymara, sino porque
era el inglés, ya que se había criado y había estudiado en Estados
Unidos.
Sánchez
de Losada, desconocedor también de la cultura e idiosincrasia
boliviana, cometió un error tan grave como el de Bánzer. Quiso
exportar el gas boliviano a Estados Unidos sacándolo por los puertos
chilenos, lo cual provocó una furiosa reacción popular en todo el
país, pero con foco en la ciudad de El Alto.
En
octubre del 2003 explota la llamada “Guerra del Gas”, que culmina
el ciclo revolucionario iniciado con la “Guerra del Agua” tres
años antes. Durante varios días se suceden las protestas, marchas,
bloqueos de carreteras y choques con la policía y el ejército.
La
revuelta popular se salda con 86 muertos y la renuncia y huida hacia
Estados Unidos de Gonzalo Sánchez de Losada.
Lo
sucedió su vicepresidente, Carlos Mesa, un historiador proveniente
de una de las familias aristocráticas de Bolivia. En 2004, cuando
organizó una consulta popular para que el pueblo decidiese sobre la
exportación de gas, estuve de nuevo allí en El Alto.
Recuerdo
que ese domingo 18 de julio me levanté bien temprano y salí de
madrugada de mi hotel en La Paz. A las 7 de la mañana ya estaba en
El Alto, con 4.200 metros de altura sobre el nivel del mar y un frío
que atravesaba los huesos. Quería estar bien temprano para conversar
con los alteños, y si era posible con los más conspicuos militantes
por el NO a exportar a través de puertos chilenos.
Es
que el pueblo boliviano tiene una larga historia de sufrimientos,
pero la herida más profunda, que aún hoy sigue abierta, es la de la
salida al mar. En la Guerra del Pacífico, a raíz de la explotación
del guano y el salitre por parte de empresas británicas radicadas en Santiago,
Chile le robó a Bolivia 400 kilómetros de costa y 120 mil
kilómetros cuadrados.
Y condenó a Bolivia a ser un país
mediterráneo. Hasta hoy.
Cuando
la jornada electoral empezó se fue calentando también el ambiente y
a medida que avanzaba la mañana de ese frío domingo, avanzaban
también los piquetes y los bloqueos en El Alto. En un momento, me vi
en medio de un grupo de personas que discutían acaloradamente. Uno
de ellos me preguntó algo y cuando respondí me identificó como
chileno, confundiendo mi acento. Se empezó a arremolinar gente
alrededor mío y empezaron a mostrarse agresivos, hasta algunos
hablaban de matar. Realmente tuve miedo. Fue uno de los dos momentos
que relato en este libro en los que sentí verdadero miedo (el otro
fue en Bogotá).
Yo
no sabía qué hacer, sacaba documentos que certificaban que era
argentino, hasta el carné del club. Pero no había caso, la gente
estaba enardecida. Hasta que apareció uno que había estado conmigo
conversando bien temprano a la mañana y dio fe de que realmente yo
era argentino. Ahí se calmó todo.
Por
supuesto que ganó el NO a la exportación de gas, y fue también el
golpe de gracia a ese gobierno socialdemócrata, variante engañosa
de un mismo sistema de explotación.
Cambio
de época
Volví
a El Alto cinco años después, cuando ya gobernaba Evo Morales.
Estuve en enero del 2009 para cubrir el referéndum constitucional
que refundó Bolivia. Entre lo más importante, Bolivia se convirtió
en un Estado Plurinacional, reconociendo por primera vez a sus
pueblos originarios; admitió a la Naturaleza como sujeto de
derecho; y puso un límite de cinco mil hectáreas al latifundio
privado. Ya era otra Bolivia totalmente distinta.
Cuando
llegué al aeropuerto de El Alto, me estaba esperando mi amigo César
Ajpi, con su flamante esposa Wendy.
Con César habíamos
estudiado en Israel y lo había acompañado a comprar el vestido de
novia en un mercado de Jerusalén. Ahora estaba conociendo a su
esposa. Salimos del aeropuerto y de ahí nomás nos fuimos a dar una
vuelta por El Alto, en un minibus que se metía por lugares insólitos
y no dejaba nunca de tocar bocina.
Casi
inmediatamente me empezó a doler mucho la cabeza por la altura, así
que entramos a una farmacia y Wendy me compró el “sorojchi pill”,
una pastillita para el mal de altura o apunamiento, o sorojchi como
le dicen aquí. Además de coquear, el sorojchi pill tiene un efecto
más rápido, es recomendable sobre todo para cuando uno recién
llega al Altiplano.
Es que para el que no está acostumbrado,
realmente se sienten los 4.000 metros de altura.
Aquí hay un mandato
que dice: “En La Paz hay que caminar despacito, comer poquito y…
dormir solito”.
Luego
insistí en que buscáramos hojitas de coca, así que fuimos al
mercado de las Brujas.
Cuando llegamos ya estaba oscureciendo, y me
quedé maravillado ante semejante espectáculo, era todo un
bullicioso mercado típico, pero casi colgado de un precipicio. Un
verdadero balcón desde el que se veía allá abajo la ciudad de La
Paz. Y a medida que se fue haciendo de noche, la visión era cada vez
más hermosa porque se iban prendiendo más y más lucecitas que
parecían un reflejo de las estrellas en el cielo.
Estaba
lleno de yatiris (personas capacitadas para leer la hoja de coca y
hacer ceremonias andinas), una al lado de otra. Había mujeres y
algunos hombres también.
Wendy le preguntó a una chola si podía
leerme la coca y hacerme un altarcito. Así que por unos pocos
bolivianos, la mujer me armó un altar en el borde del precipicio,
con el Ekeko y varios elementos más entre los que no faltaban
cigarrillos, alcohol y por supuesto coca.
Me fue diciendo varias
cosas, pero lo más impresionante fue que me dijo, sin medias tintas,
que ese año me iba a casar. Yo recién estaba saliendo desde hacía
un tiempo con la que, efectivamente, en octubre de ese año, se
convertiría en mi esposa.
En
este viaje encontré otra Bolivia, con otro humor, siempre con la
misma fuerza, incluso con los mismos conflictos, pero el gobierno de
Evo Morales empezaba a cambiar una ecuación de 500 años. César y
Wendy me llevaron hasta Tiwanaku, el lugar sagrado preincaico donde
Evo Morales juró cuando asumió como jefe de los pueblos
originarios, investido por los amautas (sabios) un día antes de
asumir la presidencia del Estado.
Ahí
mismo, un sábado lluvioso de enero de 2006, Evo dijo: “... La
refundación de Bolivia va a acabar con el Estado colonial. Basta de
humillación, de discriminación.
Llegó
la hora de cambiar esa mala historia de saquear nuestros recursos
naturales. Las privatizaciones se tienen que terminar (...) Hoy día
empieza el nuevo año para los pueblos originarios del mundo.
Buscamos igualdad, justicia, una nueva era, un nuevo milenio para
todos los pueblos del mundo”.
Al
día siguiente, según las leyes del Estado boliviano, Evo Morales
era proclamado como el primer presidente indígena de la historia
constitucional de Bolivia.
En
su primer discurso como presidente de Bolivia, en la plaza de San
Francisco, donde hasta hace sólo 50 años no se permitía ingresar a
los indígenas, Evo Morales dijo: “Anoche no pude dormir, pensando
en qué diría hoy, pero a la madrugada me entredormí y soñé que
caminaba a orillas del lago Poopó, mientras en el horizonte salía
el sol. Yo estoy seguro de que el sol va a salir para toda Bolivia”.
Así,
nuestros pueblos vuelven la mirada casi 200 años atrás, cuando en
1809, bajo el liderazgo de Pedro Murillo, se produjo la primera
sublevación y la Junta Tuitiva emitió un documento que decía:
“Hasta aquí hemos tolerado una especie de destierro en el seno
mismo de nuestra patria; hemos visto con indiferencia por más de
tres siglos (hoy son cinco siglos) sometida nuestra primitiva
libertad al despotismo y tiranía de un usurpador injusto que,
degradándonos de la especie humana nos ha reputado por salvajes
(...) Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad
en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y
conservadas con la mayor injusticia y tiranía. ¡Valerosos
habitantes de La Paz y de todo el Imperio del Perú, revelad vuestros
proyectos para la ejecución; aprovechaos de las circunstancias en
que estamos; no miréis con desdén la felicidad de nuestro suelo, ni
perdáis jamás de vista la unión que debe reinar entre todos para
ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente!”.
Como
explica Eduardo Galeano en Las Venas Abiertas de América Latina,
nuestra riqueza fue nuestra condena. Y eso se ve más dramáticamente
en Bolivia.
Primero fue la plata de Potosí, con un saqueo total. El
Servicio Geológico y Técnico de Minas estimó que el Cerro Rico
produjo desde la colonia hasta hoy más de 60.000 toneladas finas de
plata que, con la cotización actual, superaría los 40.000 millones
de dólares.
Luego fue el guano y el salitre, motivo de la Guerra del
Pacífico y de la pérdida de 400 kilómetros de costa y 120.000
kilómetros cuadrados.
Más adelante el petróleo y la Guerra del
Chaco con la pérdida en manos del Paraguay del Chaco Boreal.
Más
entrado el siglo XX el estaño, y luego el gas.
En el futuro que ya
es presente, aparece el litio como la gran riqueza de Bolivia, la
mayor reserva del mundo de este mineral fundamental para aparatos
electrónicos y baterías.
En
una charla con el ministro de la Presidencia, Juan Ramón Quintana,
me contó una anécdota. Llegó al Palacio del Quemado una delegación
de ejecutivos de una marca francesa de autos.
Venían a conversar con
el presidente sobre el litio, previendo ya que el auto del futuro
será eléctrico. Después de escucharlos durante una hora, Evo les
dijo: “Me parece muy bien todo lo que dicen, todos sus proyectos y
planes. Si quieren ser socios del pueblo boliviano, podemos
discutirlo, pero ya no patrones. Eso nunca más”.
Al
final de mi último viaje a Bolivia, fuimos con César y Wendy a la
Feria de las Alasitas, que se hace en un predio cerca del estadio Hernando
Siles, a fines de enero. Tiene sus inicios en 1782 cuando el
gobernador de La Paz ordenó una celebración en homenaje del Ekeko
(dios aymara) para agradecer haber aguantado el cerco de Tupac Katari
y su compañera, Bartolina Sisa, que duró en total 109 días y
fracasó principalmente por culpa de las divisiones y traiciones en
el lado aymara y quechua.
Esa
celebración en principio blanca y colonialista, tenía algo de
sincretismo, y con el tiempo fue siendo adoptada por el pueblo, hasta
convertirse en una de las principales fiestas en La Paz.
El pueblo
acude a Las Alasitas a comprar todo tipo de miniaturas: casas, autos,
ropa, electrodomésticos, materiales de construcción, hasta dinero.
Luego lo hacen bendecir por algún amauta con alcohol, sahumerios y
pétalos de flores, con la esperanza de que el Ekeko transforme
aquellas miniaturas en realidades.
Recuerdo
que el enorme cartel que daba la bienvenida a la Feria de las
alasitas en enero de 2009 decía así en aymara: Machaq Pachax kutt’
anxiwa.
Y en castellano: El nuevo tiempo ya está retornando.
Hermoso. No deja de sorprenderme la actualidad que tiene cualquier momento de nuestra historia de la Patria Grande.
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