Cuadernos de un viajador - Armenia ( Capítulo VI de XII ) - por Mariano Saravia
En el aeropuerto Charles de Gaulle, de París, no es tan fácil descubrir el camino que lleva a la conexión con el vuelo para Yerevan. Y sobre todo me sorprende que otro pasajero que venía en el mismo avión desde Buenos Aires está recorriendo el mismo camino que yo. Pienso que quizás tenga mi mismo destino, pero no le hablo. Ya arriba del avión, confirmo mis conjeturas y finalmente me decido a entablar un diálogo, pensando que puede ser alguien de la diáspora que viaja a la madre patria.
-Hola, ¿vos sos argentino, no?
-Sí, ¿vos también?
-Sí, soy de Córdoba, me llamo Mariano.
-Yo soy de Buenos Aires. Jorge.¿Vas al aeropuerto?
Lo miro algo sorprendido y le digo que sí, mientras pienso: “Estamos en un avión, a 10 mil metros de altura, adónde voy a ir sino a un aeropuerto, igual que vos y que todos los que estamos aquí arriba”.
Con la charla, me doy cuenta de cuál era el verdadero sentido de la pregunta, si yo iba como él a trabajar al aeropuerto de Yerevan, que está operado por ErnestoEurnekian, un empresario argentino de origen armenio. Y por eso hay muchos argentinos trabajando allí.
Luego, cuando llegamos, entre los saludos y abrazos de los pasajeros (casi todos de la diáspora provenientes de Francia y Estados Unidos) que se reencuentran con sus amigos y familiares, empiezo a ver las grandes similitudes con el aeropuerto de Ezeiza y hasta con el de Córdoba, que son del mismo grupo empresario.
Es que en la década del ’90, Armenia fue atravesada por la misma ola neoliberal que la Argentina y que gran parte del mundo, y hubo un presidente llamado Petrosyan -un equivalente a nuestro Carlos Menem- que privatizó todo lo que pudo, no siempre de la forma más prolija y conveniente para el país.
Estaba todavía en el aeropuerto, cuando llegaron los 16 jóvenes cordobeses del grupo scout Aragats, se sentaron en círculo en el suelo, en medio de la sala de arribos y empezaron a llorar como criaturas. La gente se les acercaba y les preguntaba si les ocurría algo. Pero ellos no podían contener la emoción del desembarco en esa tierra, tantas veces soñada e imaginada.
En migraciones, sin mucho trámite me selló el pasaporte un policía con una enorme gorra, mucho más grande que su cabeza, que remitía a las imágenes de la ex Unión Soviética, como también la torre de control y la parte vieja del aeropuerto.
Más allá, una mujer armenia de Estados Unidos hacía un escándalo porque se demoraba mucho el funcionario que la tenía que atender, y gritaba mitad en inglés y mitad en armenio: “En este país todo funciona mal, es un atraso total”. Fue el primer episodio que me llamó la atención sobre algunos roces entre armenios de la diáspora y armenios de la “Madre Patria”.
Luego empecé a pensar qué haría y cómo me iría hasta el hotel que tenía apuntado en un papel de la billetera. Fue en ese momento en que se me acercó un hombre gordo y de barba negra tupida. Era Giro Manoyan, el responsable de Relaciones Internacionales de la Federación Revolucionaria Armenia, el PartidoTashnatzutiun. Subimos a un un jeep viejo y me sumergí en ese mundo fascinante, que mezcla una historia milenaria, con restos de la arquitectura colectivista de la era soviética y nuevas construcciones futuristas.
De a ratos en francés y de a ratos en inglés, Giro me fue contando que hasta 1992 era un típico dirigente comunitario de la diáspora armenia en Montreal, con una vida relativamente tranquila y organizada. Pero luego de la caída de la Unión Soviética, él decidió que había llegado la hora de dedicar su vida, literalmente, a la construcción de la nueva Armenia.
Esa noche, luego de dejar los bolsos en el hotel Aní, fuimos a tomar una cerveza a su bar de la plaza Charles Aznavour (cuyo verdadero apellido es Aznavourian).
Era una noche cálida de agosto y la gente iba y venía muy animada, en grupos de amigos o en parejas, con una mezcla de ropas un poco anticuadas con otros modelos nuevos como los que se pueden ver en cualquier otro lugar del mundo. Me llamaron la atención los zapatos puntiagudos de los hombres –igual que sus narices- y la belleza de las mujeres, casi todas de pelo oscuro y tez trigueña.
Cerca de la medianoche, y con más de un día de viaje desde una punta a la otra del mundo, a lo que se sumaba el efecto del cambio horario, me fui a dormir a la habitación del hotel.
Yerevan es una ciudad anaranjada, porque está construida principalmente con piedra duff, un tipo de piedra volcánica de ese color muy abundante en esa zona del Cáucaso.
Es una gran miscelánea, una mezcla de estilos y sensaciones. Por un lado, hay edificios muy antiguos y de una enorme belleza arquitectónica, como los que rodean a la plaza de la República, en pleno centro. Por otro lado, inevitablemente queda un importante legado de arquitectura colectivista, típica de la época soviética. Y por último, hay una cantidad cada vez mayor de nuevos y modernos edificios que satisfacen sobre todo la demanda de armenios de la diáspora que quieren tener su departamento con vista al Ararat, ya sea para ir de vez en cuando de vacaciones, ya sea para ir a pasar sus últimos años de vida en la Madre Patria.
En esta mezcla de modernidad y antigüedad, surgen de golpe enormes moles fatuas, grandes estructuras huecas, son las fábricas abandonadas, que después de tantos años de la caída de la Unión Soviética, aún no han podido ser reactivadas. Todo aquello que en otros tiempos fue el orgullo del proletariado, hoy es un esqueleto de hierro y cemento, como un Pinocho que está ahí postrado a la espera de que el hada madrina le insufle vida.
La cruz y la espada
Entrar al monasterio de Geghard es como meterse en el seno de la tierra y en el túnel del tiempo. Tiene la estructura inconfundible de los monasterios ortodoxos , con una base circular y una cúpula cónica, y fue construido en el siglo XIII directamente en la roca excavada. Aunque está a sólo 34 kilómetros de Yerevan y a orillas del río Azat, pareciera que uno está en otro mundo. La parte más antigua, la capilla San Astvatsatsin (de 1164) es un lugar mágico de recogimiento donde el silencio es estruendoso.
En medio de ese clima de recato, de pronto una voz angelical comenzó a bajar del cielo, o a levantarse de la misma piedra con un canto gregoriano que estremecía. Era una muchacha que estaba de visita como nosotros y que se puso a rezar como soprano, dándole un marco de especial misticismo a este centinela de piedra que guarda lo más preciado de la antigua identidad armenia. Porque lo religioso y lo nacional son dos caras de la identidad armenia, y no se podría entender una sin la otra.
Comienza a caer la tarde en Sardarabad, pero el calor no afloja, tardará bastante hasta que el sol deje de castigar y la tierra y las piedras se puedan refrescar un poco. Mientras esperamos por horas a los 500 scouts llegados de 18 países distintos para el campamento de HOM (entidad mundial de beneficencia de mujeres en la diáspora), conversamos con unos lugareños. Me acerco entonces a unas mujeres que están haciendo el lavash (un pan especial que se usa también como hostia en la misa armenia) en unos enormes agujeros en la tierra. En esos grandes huecos en la tierra, se hace fuego en el fondo y entonces las paredes del hueco se ponen incandescentes. Contra esas paredes tiran la masa que en 30 segundos se cocina y así queda una lámina de pan.
Se acerca el chofer, saluda y les pide permiso a las mujeres para comer. Ellas sonríen y hacen un gesto con la cabeza cubierta con un pañuelo. Luego el chofer me ofrece a mí y a Hovik, y también comemos. Al rato se acercan dos policías, con esas gorras enormes que evocan a los soldados soviéticos. También ellos comen el pan y conversan con las mujeres, que siguen estirando las pelotitas de masa y pegándolas en las paredes del pozo, hasta que empiezan a ampollarse y a separarse de la pared. Ese es el punto en que el lavash está seco y crocante para sacarlo del improvisado horno.
Después de un buen rato, por fin llegan los scouts que bajan de varios colectivos, con sus uniformes típicos y sus banderas identificatorias. Están los de Buenos Aires, Córdoba, Montevideo, los de la Costa Este (Boston, Providencia) de Estados Unidos y los de la Costa Oeste (Los Ángeles), los de Toronto, los de Montreal, los de Israel, los de Austria, Francia, Jordania, Kuwait, Irak, Irán, El Líbano, Siria, Grecia y Australia. Además, por supuesto, los scouts anfitriones.
Y ahí vienen por fin los de Buenos Aires con sus uniformes azules y los de Córdoba con sus camisas marrones y su bandera de la Agrupación Arakatz. Orgullosos, ocultando el cansancio, pasan delante mío María Beatriz Arslanian, María Elisa Donigian, Cecilia Beatriz Simonian, Marisol Ivonne Khadeyan, María Vanesa Guedikian, Martín Analian, Ezequiel Toutouchian, MicaelToutouchian, Alex VartánAvakian, Fernando Avakian, Axel Merdinian, y al último, el jefe, Agustín Analian.
Forman todos en la explanada de Sardarabat, donde los patriotas armenios consiguieron su triunfo más heroico contra los turcos el 28 de mayo de 1918, garantizando la libertad de un pequeño Estado que se mantuvo independiente hasta 1920, cuando se incorporó a la Unión Soviética.
Me acerco a la formación y Agustín Analián me dice agitado: “Toda mi vida escuché sobre este lugar, tuve que imaginarlo, verlo en fotos, hacer redacciones, pintarlo en dibujos... Y ahora estoy aquí, no lo puedo creer, es una sensación muy fuerte”.
Evocando la gesta de 1918, un funcionario del Ministerio de Defensa arenga a los jóvenes armenios de la diáspora: “Así como ustedes están hoy aquí, estuvieron vuestros padres o abuelos en 1918. La fuerza de sus ideas y de sus corazones vive hoy en ustedes”.
El Ararat, secuestrado
Dicen que el Ararat se deja ver solamente por las personas de buena voluntad, si no, está brumoso o directamente tapado por las nubes bajas. Pero ese día en JorVirab el cielo estaba prístino y el Ararat se veía nítido, como a tiro de piedra.
Ahí estaba, bien de frente y como inclinándose hacia nosotros, el Medz (Gran) Ararat, y a su lado, pero más allá y como en un segundo plano a la izquierda el Pokr (Pequeño) Ararat.
En esa mañana limpia de agosto, el Ararat se dejaba ver majestuoso, sin una cordillera que le quite protagonismo, como sucede con otros montes incluso más altos como el Aconcagua o el Éverest.
Además de ser un símbolo de la nacionalidad armenia, el Ararat es un monte sagrado para la tradición judeo-cristiana, ya que se cree que fue en sus laderas donde se posó el Arca de Noé cuando comenzaron a bajar las aguas del Diluvio Universal, detallado en la Biblia como un castigo de Dios a los hombres por sus pecados. Incluso muchas expediciones científicas lo han buscado, hasta ahora sin éxito, aunque algunas fotos satelitales muestran manchas que podrían coincidir con la famosa arca.
En medio de la Armenia histórica, que se extendía entre los tres mares (Mediterráneo, Negro y Caspio), el Ararat es una marca registrada de los armenios. Sin embargo, luego del Genocidio quedó dentro de las fronteras de la República de Turquía, Estado que legalmente sucedió al Imperio Otomano.
Por eso, más allá de que el Ararat surge imponente en la meseta de Anatolia, parece un gigante preso, confinado, impotente, que reclama volver al seno de su madre, la Madre Armenia.
Pero si se piensa que San Gregorio estuvo prisionero en un pozo del monasterio de JorVirab durante 13 años y sobrevivió, por qué no pensar que algún día el Ararat volverá a ser libre, se sacudirá la prisión turca para volver legalmente a la armenidad, aunque moral, histórica y culturalmente nunca dejó de serlo.
“Pensar que ese pajarito puede ir volando hasta el Ararat y volver...”, me comenta Agustín con los ojos humedecidos.
Mientras tanto, Fernando y el resto de los chicos ya llevan más de media hora en silencio, mirando hacia el Ararat. En ese momento, el silencio se rompió con una voz que venía nítida desde el otro lado, entre canto y lamento. El idioma era turco y luego de un momento, nos dimos cuenta que se trataba del almuecín de una mezquita llamando a una de las cinco oraciones diarias de los musulmanes. Esa voz potenció la provocación que ya de por sí significaba el alambre de púas marcando la zona de exclusión hasta la frontera. Esa voz venía a remover todas las heridas seculares, justo en JorVirab, la cuna del cristianismo armenio.
Armenia Occidental
Desde Yerevan viajamos a Ajalkalaj, de ahí a Ajalcja y desde allí cruzamos las montañas del Cáucaso Menor con rumbo al Mar Muerto. El camino era tan malo que la tierra y el polvo lo invadían todo, y las señales viales brillaban por su ausencia, por lo que varias veces nos perdimos y tuvimos que volver sobre nuestros pasos.
Como a las 12 de la noche, bajamos en un bar donde cinco muchachos tomaban cerveza y vodka. Por suerte, Hovik hablaba bien ruso y de esa manera se pudo comunicar con algunos de ellos para consultarles el rumbo. A pesar de que aquí el idioma es el georgiano, con su propio alfabeto, uno de los legados de la etapa soviética es que el ruso en todos estos pueblos funciona como lingua franca.
Más tarde, cerca de las cuatro de la mañana, paramos en una casita de madera que colgaba sobre un arroyo de montaña. En un paisaje de ensueño, con el marco de las montañas y una vegetación exuberante, una luna llena que iluminaba la noche como un gran reflector y el ruido del arroyo que pasaba por debajo de la casita de madera, nos bajamos y, esquivando los zapatos diseminados en la entrada, golpeamos a la puerta. Al rato, apareció un hombre cincuentón, de pijama y gorro de dormir, era una situación irreal. Desperezándose, otra vez en ruso, nos dijo que nos habíamos equivocado y que teníamos que retomar el camino 10 kilómetros atrás.
Al rato comenzó a aclarar y a las cinco y media empezó a despuntar el sol. Por fin, a eso de las seis y media llegamos a la ciudad de Batumi, todavía desierta. De a poco, comenzaron a verse las amas de casa barriendo las veredas y los basureros haciendo la recolección mañanera.
Fuimos directamente a la playa a dormir un rato luego del agotador viaje de toda la noche.
En esa zona del Mar Negro, la playa no es de arena sino de piedras, y no digo piedritas chiquitas. Por lo tanto, mucho no descansamos, pero al menos pudimos meternos en el mar, que tenía una temperatura agradable. Queríamos lavarnos un poco y sacarnos la capa de tierra que traíamos del camino. Lo que hicimos en realidad fue cambiar la tierra por la sal.
Ya desde temprano el calor apretaba y para peor se rompió el auto, con lo que tuvimos que peregrinar hasta encontrar a algún mecánico que lo arreglara.
Recién al borde del mediodía, Hagop nos dejó en la frontera entre Georgia y Turquía, que debíamos atravesar caminando.
Imagen uno: el gran movimiento de autos, camiones e, incluso personas de a pie cargando grandes bolsas no me sorprendió. Lo que sí me sorprendió fue ver la bandera de la Unión Europea flameando al lado de la de la República de Turquía, en plena zona del Asia Menor. Hasta las patentes de los autos eran igual que en Europa y tenían en el costado izquierdo el fondo azul y las estrellas amarillas, en lugar de tener el fondo rojo y la luna con la estrella blanca.
Más allá de alguna descoordinación y algún amontonamiento, yo pasé la aduana sin problemas con mi pasaporte argentino, pero Hovik tuvo que responder una serie de preguntas de por qué y para qué iba a Turquía, y pagar una visa de 20 dólares por su condición de armenio.
Finalmente, estábamos del lado turco y se nos acercó sin dudar Sükrü, seguro de que seríamos los forasteros.
Atravesamos las ciudades de Kayakoy y Karaosmaniye antes de llegar a Hopa, donde nos alojamos, en un hotel muy modesto que funcionaba arriba de una estación de servicio pero enfrente al mar.
A la tardecita salimos a dar una vuelta de reconocimiento con Hovic por esta ciudad de 15 mil habitantes, de los cuales unos 10 mil son armenios hamshenitas, es decir, descendientes de sobrevivientes del genocidio armenio que fueron obligados a convertirse al islam y a turquisarse culturalmente. En las calles, los hombres se reunían en rueda a tomar té, los viejos con su gorro turco y los jóvenes con camisetas del Galatasaray o del Fenerbahace, los principales equipos de Estambul.
Imagen dos: es el miércoles bien temprano y estamos listos para partir hacia el Lago de Van. SükrüBaris nos pasa a buscar y nos dice orgulloso que antes de salir a la ruta vamos a pasar por la casa de su madre para que nos salude y nos dé suerte. Luego de varias vueltas, llegamos a la casa de Tansu, que sale caminando con un bastón, y su pelo cubierto por un gran pañuelo al estilo musulmán. Le pregunto por eso y me dice que sí, que es muy seguidora del profeta. En realidad no me dice directamente nada, sino que la conversación parece el juego del teléfono y se hace muy lenta, ya que ella le tiene que responder en turco a su hijo Sükrü, éste le cuenta a Hovik en armenio y finalmente Hovik me dice a mí en castellano. Cuando nos vamos yendo, Tansu nos saluda con la mano en alto y nos desea que vayamos con Alá.
Imagen tres: paramos a tomar un té, pero Sükrü y su acompañante AkyuzVayig (también armenio hamshenita) además del té, toman una sopa con carne y distintos tipos de verduras. Luego nos ponemos a conversar con un muchacho que atiende una frutería. En esas largas charlas con dos traducciones de por medio, me cuenta que la zona está llena de tumbas de armenios de la época de “las matanzas”, y que muchos turcos de la actualidad profanan esas tumbas en busca de oro, ya que persiste la creencia de que los armenios eran gente rica y avara.
Algo parecido a la propaganda nazi sobre los judíos. El camino zigzaguea y sube, y sube, el paisaje me recuerda los Alpes suizos vistos desde el tren.
Imagen cuatro: en la oficina de Aydin, primo de Akyuz, detrás de su escritorio, en la pared descascarada pende un cuadro con la cara de Mustafá Kemal, Atatürk, como en la mayoría de los hogares y negocios del país. Es el creador de la Turquía moderna y venerado por todos como el padre de la Patria. Estamos en Savsat, una ciudad de montaña en medio del camino. Luego nos juntamos Yimaz y Abdullah, otros parientes de Akyuz, que amablemente nos invitan te. A pesar de que todos son armenios hamshenitas, hablan turco, tienen nombres y apellidos turcos, cultura turca y religión musulmana. De la armenidad, si es que algo queda, es algún tipo de vínculo comercial muy indirecto como el de Sükrü que gana bastante dinero por recibirnos y llevarnos por toda esta zona este de la meseta de Anatolia.
Imagen cinco: a Hovik se le transforma la cara con una expresión imposible de describir, no es ni de seriedad, ni de tristeza, ni de enojo, pero es un poco de todo eso. Me pregunto si se habrá molestado por algo, no habla, mira por la ventanilla. Entonces me doy cuenta de que estamos entrando a la región de Ardahan, ya parte del territorio de la Armenia histórica. Le pregunto entonces si está bien, le toco la cabeza. Llegando a la ciudad de Kars, sus ojos no pueden contener un torrente que se transforma en catarata. “Es que mis abuelos eran de aquí, los padres de mi madre. Se salvaron escapando hacia la Armenia Oriental. Y mi escritor favorito, YeghisheCharents”. No sé qué decir, no hay nada que decir. Hovik sigue mirando por la ventanilla, consciente quizá de que su angustia es la suya, pero también la de sus padres, abuelos, bisabuelos, la de todo un pueblo. Mientras lo veo a Hovik llorar con lágrimas secas, en el asiento de adelante, Sükrü y Akyuz mueven los brazos al ritmo de KenanKockaya, un cantante turco de moda.
Imagen seis: vamos por un caminito de tierra, con algunas casitas de adobe y techo de paja al costado, con animales que se cruzan de tanto en tanto frente al auto. De repente, luego de una curva, se levantan frente a nosotros las ruinas de Aní. No son imponentes, se ve sólo la muralla, pero nos impresiona pensar adónde estamos llegando. Apenas bajamos del auto, los nubarrones se cierran, se pone todo negro y comienza a llover de golpe. Parece un signo del cielo que también está llorando. Aní está a 40 kilómetros de la ciudad de Kars, y tuvimos que insistir con bastante empecinamiento y terquedad para convencer a Sükrü y Akyuz de ir hasta allí, ya que ellos no sabían de qué se trataba y ni siquiera habían escuchado hablar de Aní. Muy poca gente llega hasta aquí, un lugar que por temporadas y según el humor de las autoridades de turno, está abierto o cerrado, casi siempre fuertemente militarizado. Los turcos ni saben de su existencia, los armenios prácticamente no viajan a Turquía y los pocos visitantes que se ven por ahí son algunos europeos que seguramente se llevarán una imagen totalmente distorsionada si se guían por los carteles oficiales que hablan de “restos de la cultura otomana”, o, en el mejor de los casos, de “viejas iglesias georgianas”.
En realidad, Aní era una ciudad pujante a inicios del siglo I y
llegó a su máximo esplendor entre el 990 y el 1020. En esos años se terminó la catedral y Aní fue conocida como “la ciudad de las mil y una iglesias”.
En el año 1064, los turcos selyúcidas atacaron Aní, y luego de un corto sitio de 25 días, masacraron a su población. Más tarde fue ocupada sucesivamente por georgianos, turcos y por el fugaz imperio de Trebizonda, pero finalmente fue destruida en 1239 por las hordas del GengisKhan.
Hoy quedan los restos de la Gran Catedral, de la iglesia de San Gregorio el Iluminador y la capilla de San Gregorio de Abughamrénts. Aunque las tres están en ruinas, son el reflejo sobreviviente del esplendor que tuvo Aní en su época de oro. Por fuera se conservan aún esculturas y escrituras en bajo relieve en armenio. Por dentro, en la iglesia de San Gregorio el Iluminador todavía persisten milagrosamente frescos con escenas de la Biblia. Están en las paredes de la nave central y en la bóveda y en la cúpula cónica que, descabezada parece un conducto al cielo.
Por los esqueletos agujereados de estas maravillas arquitectónicas, aúlla el viento y el silencio se hace fantasmal. Es como si siglos de historia se nos cayeran encima. Entonces nos sentamos en una de estas piedras, verdaderos guardianes de las glorias pasadas, y nos asociamos a ese silencio sepulcral. En un momento, Hovik me mira y me dice: “¿Sabes algo? Este es el viaje más importante de mi vida, aquí uno se da cuenta de muchas cosas”.
Más allá de la desolación y las arcadas vacías se ve una torre militar, pintada de gris. Del otro lado del río, una torre militar igual, pero verde, marca la posición armenia. Y al lado, en una cantera trabajan los camiones y se escuchan hasta las voces de los mineros. Si se pudiera pasar por el puente destruido, el viaje desde Yerevan hasta Aní duraría dos horas. Pero lamentablemente la frontera está cerrada en toda su extensión. Aquí, además del puente destruido, los barrancos del lado turco están alambrados y electrificados. Por eso, en vez de dos horas nosotros tuvimos que hacer un viaje de dos días, atravesando toda Georgia hasta el Mar Negro y desde ahí entrar a Turquía y bajar nuevamente al sur.
Me voy de Aní (el nombre más difundido entre las chicas armenias) con la última imagen, la de la bandera turca chicoteando con el viento frío en la colina más alta y en la entrada de la otrora esplendorosa capital armenia.
Imagen siete: Sükrü levanta su copa de Raky, la bebida nacional de los turcos, una mezcla de vodka y anís. “Brindo porque los turcos, armenios y argentinos seamos amigos por siempre y vivamos en armonía. Y porque gracias a ustedes hemos conocido Aní, ya que no habíamos ni siquiera escuchado hablar de su existencia”, dice.
-¿Para ustedes Atatürk es un héroe nacional?
-Sí, claro, fue un gran hombre y todos los turcos le debemos respeto y admiración. Sin Atatürk, muchos armenios más podrían haber muerto.
-Pero te parece que murieron pocos, fueron 1.500.000 los masacrados.
-¿Y eso quién te lo dijo. Ni tú ni yo estábamos allí como para asegurarlo. Además, en las guerras siempre muere gente.
-Sí, pero eso no fue una guerra sino un genocidio.
-No creo. Hubo muertos de los dos lados, también hubo muchas víctimas turcas. En realidad, los que empezaron el conflicto fueron los armenios y luego los rusos fomentaron esa enemistad, para dividir a turcos y armenios y luego dominarlos.
-Es decir que no querés a los rusos.
-No.
-¿Y a los griegos?
-(Mala cara). Son nuestros enemigos.
Imagen ocho: la única iglesia cristiana armenia que queda en pie en la ciudad de Kars está cerrada, abandonada, llena de yuyos y de ratas, y arriba de su tradicional cúpula cónica, han suplantado la cruz por la medialuna del Islam. Genocidio cultural. La imagen contrasta con la de una enorme mezquita resplandeciente que está ubicada justo enfrente, cruzando una calle. Estamos ahora sobre la colina, en el corazón de lo que era el antiguo pueblo de Kars, que el poeta EghisheCharents describió con maestría en sus obras. Algo sorprendente es la cantidad de peluquerías que hay, algunas más lujosas, otras más pobres y simples, en todos lados, en galerías, en locales, hasta en la calle, y todas tienen clientes. En uno de los cuentos de Charents, el peluquero armenio está afeitando a un cliente turco cuando un vecino llega a su peluquería y anuncia que están llegando los soldados turcos atacando a la población civil. Inmediatamente, el peluquero degolla a su cliente con la navaja. Luego se dan cuenta de que era sólo una falsa alarma.
Kars era una capital importante dentro de la Armenia histórica, fue una de las ciudades más castigadas durante el Genocidio y luego, incluso fue importante en el breve período de república independiente, entre 1918 y 1920.
En el castillo de Kars, que primero fue abandonado por los rusos y luego fue tomado por los turcos casi sin resistencia de las disminuidas fuerzas armenias, nos encontramos con Ahmed, un suizo hijo de turcos que está viajando en moto por el país de sus padres. Después de una amable conversación entre los tres, Hovik le preguntó sin vueltas a Ahmed: “¿Qué piensan tus padres sobre el Genocidio Armenio?”. “Creo que lo niegan, pero es un tema del que no hablamos, porque una vez surgió y terminó en una discusión, creo que han sido educados para negarlo”, respondió Ahmed.
Imagen nueve: ahora la mala cara es la mía, por el miedo que me provoca la forma en que conduce Akyuz. No sólo va demasiado rápido para las carreteras que hay, 150, 170 kilómetros por hora, sino que además maneja decididamente mal. Prefiero no mirar el camino y recordar la cara de Rasoul, un viejito azerí que conocimos en el hotel de mala muerte donde tuvimos que dormir en la ciudad de Kars. Las sábanas rotas y más chicas que el colchón, manchadas con algo ocre que mejor ni imaginar qué sería, un baño donde había que hacer equilibrio para entrar y el agua que se cortaba a cada momento. Rasoul estaba en Kars visitando a sus familiares, pero vive en Bakú, Azerbaiyán. Sin embargo, es también una víctima de la insoportable situación que se vive en la región. Él, aunque turco azerí de origen, nació y vivió hasta los 56 años en Gyumri, al norte de Armenia. Pero con la caída de la Unión Soviética y las primeras matanzas de armenios en Azerbaiyán y en Nagorno Karabaj, él consideró que también su seguridad personal podría correr peligro en Armenia, por lo que luego de toda una vida de vivir en Gyumri, se mudó a Bakú.
Imagen diez: la iglesia de la SurpJatch (Santa Cruz), en la isla de Ajtamar, está presa. Además de estar destruida, abandonada y sin su cruz en la cúpula, esta iglesia está totalmente cercada por alambrados y alambres de púas, para asegurarse de que nadie pueda entrar. Un cuidador dice que no se puede pasar porque están trabajando en arreglarla. Es una forma más de aportar al negacionismo. Si no se puede derrumbar, hay que cerrarla, encadenarla, tomarla prisionera para que no se deje ver, para que no se abra a los visitantes y les cuente desde sus paredes del esplendor y también de la tragedia del pasado. Y si no, transformarla en un museo mentiroso, en otra cosa de lo que realmente es, todo como parte del genocidio cultural.
Pienso en la diferencia con la actitud que tienen por ejemplo los andaluces, que lucen orgullosos sus reliquias arquitectónicas (la Giralda, la Alhambra) y no reniegan de su pasado moro, o los sicilianos que muestran sus anfiteatros griegos o los egipcios actuales (que son de raza árabe) que muestran sus pirámides, fruto de otra civilización. En la misma Turquía tienen actitudes diferentes, porque la ciudad de Estambul sí se muestra como una joya que refleja sus distintos períodos: el del Imperio Bizantino, el del Imperio Otomano y el de la Turquía moderna. Pero acá es distinto, hay mucha tragedia y mucha vergüenza de por medio, hay un genocidio y el genocida, lanzado en su carrera loca de negar todo, ya no puede parar, y por eso reproduce el genocidio eternamente.
La de Ajtamar es la única iglesia cristiana que queda en todo el lago de Van, el lugar donde los armenios le opusieron más resistencia a la muerte y a la barbarie. Hasta hace un tiempo había otras, pero las fueron tirando abajo los turcos a lo largo de todo el siglo XX.
Lo que sí hay en la ciudad de Van son estatuas de gatos con un ojo de distinto color que el otro, dicen que esa es la característica del lugar, el tener gatos así.
El otro signo distintivo es el color turquesa del lago de Van, un turquesa intenso, prepotente, solamente comparable al color del mar en el Nordeste de Brasil. Al tocarla, el agua es transparente y tibia.
Imagen once: Hovik se ha arremangado el pantalón vaquero y está metido hasta las rodillas en el lago; me grita: “Este es el lugar en el que cualquiera armenio, de cualquier parte del mundo, quisiera estar. Quiero meter las patas y sentir el agua”. Entonces yo también me apresuro y quiero tocar el agua, mojarme la cara y el pelo con ese agua. Ya lo sentimos en el alma, ahora queremos sentir el lago de Van en el cuerpo.
Imagen doce: mientras arranca el barquito que nos lleva de vuelta a la orilla y la iglesia de Ajtamar se va achicando en el horizonte, Hovik tira una moneda al lago de y me dice: “Yo voy a volver aquí. Es más, me voy a casar en esta iglesia”. Seguimos el viaje en silencio, en la parte de atrás del barquito, mientras en la terraza un contingente de turistas italianos hacen alboroto, seguramente desconocedores de todo lo que encierra este lago.
Imagen trece: el cielo está encapotado, negro, igual que cuando llegamos a las ruinas de Aní. Pero en vez de largarse a llover como aquella vez, ahora de golpe se abre un hueco en el medio por donde se filtran bien definidos cinco, diez, veinte rayos de sol.
Los rayos son de un color ocre dorado, contrastan con el gris oscuro que domina la escena, con el turquesa del lago y con el verde de las colinas. Esos colores, esos rayos que quieren decir algo y el silencio (de nuevo el silencio) traen al aquí y ahora un millón y medio de ausencias que de repente se convierten en un millón y medio de presencias. Se las puede sentir, no sólo en el corazón, también en la piel. Están aquí, están ahora, me dicen cosas, cada una me dice algo, pero no se enciman, tengo tiempo para escucharlas a todas. Me cuentan lo incontable, lo inenarrable. No intento entender lo inentendible ni buscar motivos a lo irracional. Solamente las siento.
Sin embargo, no es un momento triste, diría que es un momento fundacional en nuestras vidas, porque de ahí en adelante nos van a acompañar para siempre ese millón y medio de presencias y nunca más serán ausencias. No me transmiten abatimiento sino todo lo contrario: fuerza, energía, decisión, ganas de gritar la verdad, de luchar contra la mentira y el negacionismo. Y me dicen que ellas me van a acompañar y a ayudar en esa lucha. Y que no hay que tener miedo a nadie ni a nada, porque lo peor que se pueda imaginar sobre este mundo ya sucedió. ¿A qué otra cosa le vamos a temer? La muerte es una bendición al lado de las escenas que se vivieron en estos hermosos paisajes hace 91 años.
Hay algunos lagos que tienen una energía especial, entre ellos sin dudas nombraría al lago Atitlán en Guatemala, al Titicaca que está entre Bolivia y Perú y al Lacar en la Patagonia argentina. Pero en esa lista incluyo al lago de Van en el medio del territorio de la Armenia histórica.
Los mapuches creen que en el Lacar confluyen los nehuenes, que son las fuerzas de la naturaleza, las entidades (vivas o inanimadas) del universo. Y van regularmente allí a cargarse de energía.
Los quechuas de la isla de Taquile en el Titicaca hacen apachetas (montículos de piedras) al atardecer para captar en ellas también la energía del lago, el más alto del mundo.
Algo parecido piensan los mayas que habitan los 12 pueblos que rodean al lago Atitlán, concurren al lago para conectarse con la maquinaria del universo y pedir que el sol siga surcando el cielo, que las estaciones sigan cambiando y que el volcán Tolimán siga dormido.
Aquí, en el lago de Van, la energía está dada por ese millón y medio de presencias y es muy bueno venir, meter las patas en el lago, mojarse, sentir el aire fresco, mirar la iglesia de Ajtamar, pensar, sufrir por lo que somos y por lo que somos capaces de ser...
Imagen catorce: veo por Internet las fotos de la reinauguración de la iglesia de Ajtamar, y además de no tener la cruz en su cúpula, veo la entrada con una enorme bandera de Turquía de un lado y la foto de Mustafá KemalAtatürk del otro. Miro todo eso y siento una profunda tristeza por ver cómo la estupidez humana no tiene límites.
Incluso le han cambiado el nombre a la isla y a la iglesia. Ya no será más Ajtamar, sino Akdamar, que en turco significa “venas blancas”.
El nombre de la isla proviene de un mito del lago Van. La historia habla de un joven que quería reunirse con su amada, llamada Tamar, quien vivía en la isla en cuestión. Cuando estaba yendo a su encuentro, él exclamó Ah Tamar. ¿Qué tendrá que ver eso con las venas blancas?
Otra vez la intención de borrar la identidad, el significado, la presencia, la historia. Otra vez el genocidio cultural.
“Esta obsesión de renombrar, la intolerancia cultural y religiosa demostrada hacia la cruz y la campana de la Iglesia, puede ser percibida en el mundo como un genocidio cultural, nadie debería sorprenderse si esto se transforma en un tema de estudio”, escribió el analista Cengiz Candar en el TurkishDaily News con motivo de la reinauguración de la iglesia.
De acuerdo con este prestigioso analista turco, es un absurdo no colocar la cruz y la campana sobre una iglesia remodelada: “¿Quién puede creer que eres secular o que respetas toda clase de fé o peor aún que representas la alianza de las civilizaciones? Lo que haces es lisa y llanamente un genocidio cultural”.
También el asesinado periodista HrantDink, que en enero de 2007, en su última editorial en el periódico Agos, expresaba: “La apertura de la restaurada iglesia armenia SurpJatch en la Isla de Ajtamar, se ha transformado en una comedia. El gobierno turco restauró una iglesia armenia, pero sólo está pensando: ‘¿Cómo puedo usar esto con fines políticos frente al mundo, cómo puedo venderlo?’”. El mismo día en que este artículo fue publicado murió Dink asesinado por nacionalistas en pleno centro de Estambul.
Imagen quince: Estamos de nuevo en la carretera, bordeando el lago de Van y cuando nos vamos acercando de nuevo a la costa, reparamos en una colina, en cuya ladera está pintada en blanco una enorme luna y una estrella, con la leyenda en turco abajo: “Nuestra Patria”. Me recuerda a las marcas que se les hace a las vacas en el campo para reconocerlas como propiedad privada. Me da la sensación de que es una muestra más de la inseguridad de una clase dirigente que tiene consciencia de que continúa con una usurpación y necesita reafirmar lo contrario mediante la negación. Nunca vi en ningún país del mundo que la tierra tenga grabada a fuego la bandera con inscripciones nacionalistas. Generalmente, la gente siente como propia su tierra, sin necesidad de sobreactuaciones chauvinistas, o de inventar una identidad territorial. Cuando esto ocurre, quizás esté escondiendo un gran complejo de culpa oculto.
Imagen dieciséis:seguimos en el auto, con Sükrü y Akyuz, llevamos ya media hora bordeando el lago de Van y sigue la imagen del agujero en el cielo negro y los rayos de sol que iluminan el lago como un fresco en una iglesia. Les pido a esos rayos que me iluminen para poder contar con la mayor claridad posible todo lo que se me está revelando en este viaje, y con ese pensamiento me voy quedando dormido. Así íbamos a pasar las siguientes 10 horas de viaje, dormitando de a ratos, sobresaltándonos con cada frenada o volanteada de Akyuz, a 170 kilómetros por hora, en una ruta en la que no faltaban los baches, las piedras o las vacas sueltas.
Imagen diecisiete: llegando al pueblo de Doğubeyazıt, aparece ante nosotros la imagen que tanto esperábamos y que tanto temíamos también: el otro lado del Ararat. Es una sensación muy extraña verlo desde este lado. Cuando estaba en Jor Virab con Agustín y los demás chicos de Córdoba, lo mirábamos y sentíamos impotencia por no poder llegar hasta allí. Ahora estoy aquí, si quisiera podría ir hasta su base e incluso escalarlo, aunque debería hacerlo clandestinamente porque en teoría está prohibido por las autoridades. Es como entrar a la cárcel a visitar a un preso. Si hasta el nombre le han cambiado para quitarle la identidad, porque saben que cambiándole a él la identidad, están afectando la identidad nacional armenia, porque el Ararat y Armenia son la misma cosa.
Por todo eso, los turcos lo llaman Agri Dagi (monte del arca), pero lamentablemente para ellos, en todo el mundo lo siguen conociendo con el Ararat, y en cualquier rincón del planeta se lo asocia con Armenia. Incluso hay mucha gente que no sabe que está políticamente bajo ocupación de la República de Turquía.
Mientras el auto devora kilómetros rumbo al norte, no puedo quitarle la mirada de encima, la ñata contra la ventanilla. Hovik me cuenta entonces que una vez un turco le recriminó a un armenio que por qué figuraba el monte Ararat en su escudo nacional si el Ararat no era de Armenia, a lo que éste le retrucó que por qué figuraba la luna en su bandera si la luna no era de Turquía.
Volvemos
con Hovik a Georgia, pasando por su capital Tiflis. Cuando dejamos
atrás la Anatolia no puedo dejar de pensar en lo eficiente que
fueron los turcos en exterminar a 1.500.000 seres humanos y expulsar
otros 500.000.
Luego de cumplida la primera etapa del Genocidio
Armenio, en 1916 Talaat Pashá dijo: “La cuestión armenia no
existe más, porque no hay más armenios”. Me recuerda otra frase,
pronunciada en Buenos Aires en 1978 por otro genocida, Jorge Rafael
Videla, cuando dijo: “Los desaparecidos no existen, no están ni
vivos ni muertos. Están desaparecidos”.
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