De Fogón, Mate y otras yerbas – “Entre ficciones y realidades” – Por Mariana Weingast


Más vale tarde que nunca, el haber tomado la sabia decisión, un poco por curiosidad y otro poco por insistentes recomendaciones, de ponerme al día con un par de series, de esas que muchos te dicen “no puede ser que no la hayas visto”. Así que, mediando octubre del lejanísimo 2019 empecé a ver Breaking Bad, una de las más famosas producciones considerada como parte de la trilogía de clásicos televisivos dramáticos de renombre mundial, junto a The Sopranos y Game of Thrones.


Turbia historia que tiene como eje a Walter White, profesor de química de escuela secundaria y empleado en un lavadero de autos que, haciendo uso de su conocimiento y talento, termina de la noche a la mañana inmerso en una doble vida cocinando metanfetamina, junto a un ex alumno suyo, con el “noble” objetivo de dejarle asegurada la tranquilidad económica a su familia (Skyler, su esposa embarazada y Walter Jr. su hijo con problemas neurológicos y motrices) luego de ser diagnosticado con un cáncer de pulmón complicado de tratar, lo que le vaticinaba poco tiempo de vida.  Bastante descabellada idea y más aún para que se vea en la TV, pero bueno, ahí estuvo. Y hoy sigue dando cátedra a 13 años de su debut, un 20 de enero del 2008.


Adictiva como pocas cosas que vi, esta obra maestra emitida entre los años 2008 y 2013, cuando todavía se esperaba semana a semana para ver cada uno de los 62 capítulos que conformaron las 5 temporadas de la serie (agradezco no haber estado en los zapatos de esos pobres espectadores, no como ahora que le das play cuando se te ocurre) superó con todo éxito el paso del tiempo y debería ser declarada de primera necesidad para todo amante de la acción y suspenso,  aunque no sé si tanto por seres sensibles o con exigencias éticas o morales. 

Es que hay un despliegue de personajes detestables, violentos, abusivos, intercalados con los que estaban del lado de la ley o los inocentes, casi cómplices pasivos y silenciosos,  cuyas vidas transcurren en forma vertiginosa en Albuquerque, Nuevo México, escenografía natural árida, que brinda una fotografía espectacular, y que, gracias a las situaciones asfixiantes que se van sucediendo te genera la sensación de estar viendo un western moderno, donde tanto el protagonista como toda la galería de personajes brillan por completo, incluso los personajes ocasionales. Una gloria esta producción de Vince Gilligan ( previo hizo The X Files) que entró al Libro Guinness de los records como la serie mejor puntuada de la historia. Y no le faltan motivos.

Poco después, pandemia mediante, me fui más atrás en el tiempo, y seguí con la ya mencionada “The Sopranos”, pisando casi  el 22 aniversario de su estreno, sucedido el 10 de enero de 1999, cuando la cadena estadounidense HBO le presentó al mundo a un tal Tony Soprano, quién, a bordo de su auto, como pueden ver más abajo, va pasando por zonas industriales, fábricas cerradas y depósitos de gas, puentes, cementerios, barrios de clase media mezclados con centros urbanos en decadencia, hasta llegar a su mansión en los frondosos bosques de New Jersey, en  la presentación de cada uno de los 86 capítulos de esta gema de la pantalla chica, que ante cada emisión se convierte en una enorme pantalla de cine.


Y así transcurren las 6 temporadas, oscilando entre los diferentes matices emocionales de este grandulón, simpático pero tosco, adúltero, corrupto, violento, bebedor y jugador, y, aunque suene contradictorio, bastante buen hijo, padre, hermano y amigo, uno de los mejores personajes que debe haber dado la televisión, mirando en retrospectiva, a la par de una extensa lista de protagonistas inigualables en sus características y desarrollo.

Una postal pintoresca, burda, grotesca, que nos pasea por las calles de New Jersey, un club de striptease con sus bailarinas colgadas del caño muuuuy ligeras de ropa 24x7 y la mesa de café en la calle de Satriale´s, la tienda de carne de cerdo, que es parte de la historia familiar de Tony, en la cual se sucedían extensas charlas y se pergeñaban asuntos de dudosa calaña, y hacen de la serie algo difícil de describir a pesar de su simpleza.

Recomiendo, si no lo hicieron, dejarse llevar por esos caminos sinuosos y oscuros, en este relato de poder y ansias de supervivencia, entre grandes conflictos familiares y de pareja, traiciones, amistad, negociados sucios, odio, venganza, y todo lo que puede ofrecer una serie de mafia, que deja la vara muy alta y difícil de empardar con cualquier otra cosa que se haya hecho a posteriori dentro del género y sin dudas la matriz para futuros personajes controvertidos, como el mismísimo Walter White.

Ahora bien, y como fanática eterna de El Padrino, como antecedente, es que me pregunto ¿porque atrae tanto a una gran audiencia la temática delictiva y mafiosa? ¿Cómo es que nos identificamos con gente de estas características? ¿Será que ellos se animan a lo que uno no? Porque tanto Walter White como Tony Soprano generan una empatía que no tiene razón de ser desde la lógica más primaria, ya que ambos andan por la vida dejando atrás, la buena fe, la moral y todos los valores deseables, acciones que en la vida real rechazamos, pero frente a la pantalla nos cautivan aunque sepamos que eso está mal.  

Cae de maduro que en esto está la mano maestra de los creadores y guionistas que tejen macabros y exquisitos mecanismos para la manipulación emocional del público que acepta de buena gana las dos caras de estos seres complejos, débiles, y a su vez poderosos, que en cierto modo nos deben resultar un poco dignos de admiración, sino nadie en su sano juicio soportaría relatos tan sórdidos  y dolorosos aunque sean una ficción.

En Breaking Bad asistimos en primera fila a la transformación de un hombre sencillo, tristón, un poco inseguro y torpe, que por desesperación, se convierte aun sin proponérselo, en un ser sumamente peligroso, para él, los suyos y para casi todo lo que estaba a su alrededor, porque las circunstancias de algún modo se lo fueron pidiendo, así lo entendió, o es lo que pudo hacer, como cualquier simple mortal que toma una mala decisión, crea un castillo de naipes, y va viendo como las cartas se van cayendo a la par de los sueños propios y de todo su entorno familiar, a cualquier precio.

Pero, con Tony Soprano pasa algo diferente, porque este hombre nacido en cuna de la mafia italoamericana, mientras se ocupa de manejar los negocios espurios de la organización criminal de la que forma parte, comienza a hacer terapia, a espaldas de toda su troupe, porque, no solo no debe mostrar debilidad, algo inaceptable para un capo mafia,  sino que además nadie vería con agrado la remota chance de que en algún punto de quiebre durante el tratamiento, exponga los chanchullos del clan frente a un ajeno con todo lo que ello implicaría.

Y a pesar de eso, gana la necesidad de hacer algo con su tortuosa existencia, toma coraje y así es como conocemos a Tony, entrando por primera vez al consultorio de su psiquiatra, la Dra. Melfi, con bastante desconfianza y desánimo en principio (y casi siempre) pero permite que ese espacio se convierta en uno de los más jugosos de la trama, y la psiquiatra, en una de las protagonistas fundamentales (junto a Carmela, la esposa de Tony) porque en esa privacidad entre paciente y terapeuta, se produce el cambio de paradigma de lo que estamos acostumbrados a ver en la temática de mafiosos y rufianes, y que de algún modo nos invita a acercarnos al protagonista desde otro lugar, casi en primera persona (más no a redimirlo).

Y ahí es donde comienza la empatía con ese ser imperfecto, que después de cometer todos los delitos que demanda su oficio día a día, pone cuerpo y mente delante de esta estoica profesional, desnudando  su humanidad, sus impotencias, miedos y dolencias.  Entonces, en cada sesión, ahí estamos un poco cada uno de nosotros a la par de Tony Soprano, casi en un sentido abrazo contenedor, tratando de entender nuestra propia existencia, sin grandes victorias ni actos heroicos, con enojo, angustia, nostalgia, ansiedad o necesidad de huir de esos lugares en los que no nos sentimos a gusto y no nos dejan crecer.

Por eso, salvando las distancias, con cada capítulo de cualquiera de las dos series - que hoy por hoy ya son parte de mis favoritas por siempre -  terminamos aún sin saberlo, interpelándonos con nuestras habituales contradicciones, inconscientes, impalpables que hacen que por un rato,  se desdibujen nuestras creencias y valores, ante un escenario donde el bien y el mal definen por penal, donde hay una delgada línea que separa el ser y el deber ser, cautivados por nuestros villanos del corazón, por quienes daríamos todo para que no corran peligro, que sus planes les salgan como quieren, que sus antagonistas pierdan todas las partidas aunque se comporten como  mejores personas que ellos, hasta que termina cada emisión, y con la adrenalina a flor de piel o una fuerte opresión en el pecho, nos vamos a dormir soñando con despertar en un mundo mejor. Eso es la vida misma, ¿verdad?


Para cerrar, si quién lee hasta ahora se perdió alguna de estas dos piezas de colección, háganse el favor, y sin prisa pero sin pausa, véanlas. De nada.  Y nunca dejen de creer.




Comentarios

  1. Maravillosa narración y observación!!!

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  2. La inspiración a flor de piel con estas dos joyas que no pasan desapercibidas una vez que las dejas entrar en tu vida.

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  3. Excelente análisis de ambas series, y el contexto de como desarrolla a estos 2 personajes principales! EXCELENTE

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