CLANDESTINIDAD - por Marisa Cecilia

 

La mayoría de los textos, cartas, artículos, mensajes en general, tienen una firma al pié, o en alguna otra parte de la presentación de que se trate. 

Yo tengo un problema congénito con eso. 
¿Por qué congénito? 
Porque nació conmigo. Cada vez que voy a firmar algo, a poner mi sello, a darme a conocer, dudo. Dudo en qué poner. 
¿Cuál es mi nombre? ¿Cómo debería firmar ese escrito en particular? 

Y ahí empiezan infinidad de consideraciones, hasta que el tirano del tiempo me compele a elegir, nunca con seguridad, uno de los dos y colocarlo allí, para que me llame a la duda eterna sobre si habré hecho lo correcto. 
No importa lo largo que sea ese proceso de selección, una vez que me decidí, el otro nombre me acosa con sus razones. 
Trato de volver sobre mis pasos y corregir mi error, pero la duda y la vergüenza me carcomen, y desisto.

Toda la gente que me conoce, me quieran o no, sean familia, amigues, compañeres de trabajo, de teatro o de la militancia, se pueden dividir en tres grupos: los que creen que me llamo Marisa, los que creen que me llamo Cecilia, 
y los que saben que navego entre los dos. 
Éste último grupo puede subdividirse en dos: los que conocen la historia completa y los que no preguntaron demasiado.


La primera vez que me topé con la dificultad fue cuando ingresé a un establecimiento escolar. La elección no fue tan difícil, ya que la legalidad del contexto me empujó a utilizar el que figura en mi partida de nacimiento. 
El colegio secundario trajo la primera contradicción fáctica. 

Corría el año 1975, creo, cuando tuvimos por primera vez un aparato de teléfono en la casa de Santos Lugares. Contenta con el adminículo comunicativo, le dí el número de teléfono de casa a varios compañeros y compañeras de colegio. 
Como jamás podrán imaginar los millenials/centenials y otras yerbas, pasaron varias semanas hasta que alguien decidió llamarme para hablar conmigo fuera del ámbito escolar, y eso no significó que estuviera incomunicada, ni aislada ni nada parecido.
 
El aparato estaba en la biblioteca de mi padre, en un extremo de aquella casa chorizo con galería y machimbre de pinotea. 
Papá levantó el tubo, seguramente contento con la novedad, y contestó la llamada. Preguntaron por mí, y él contestó que ahí no vivía nadie con ese nombre. Cortó sin más. Cuando me enteré del incidente, varios días después, me enoje y me reí. 
Y desistí de dar el número de teléfono para comunicarme.

Cada vez que conocía un grupo nuevo de gente se repetía la maniobra. 
Si alguien ya me conocía, respetaba el nombre asignado ante esa persona. 
Si nadie me conocía, comenzaba el angustiante proceso de elegir. 
Cuando alguien se sale del grupo de pertenencia asignado a un nombre determinado y va derecho a adentrarse en terreno desconocido, me veo obligada a hacerle una advertencia: “mirá que ahí me conocen como...”

Más allá, o más acá, de mis deseos al respecto, uno de mis hijos me llama por un nombre, y el otro por el otro. 
Así como había descansado en ser “la mamá de...” cuando mis hijos eran pequeños, ahora me estreso nuevamente siendo la “abuela Marisa” para una y la “abuela Cecilia” para otres.



Incontables sesiones de terapias con distintos aventurados terapeutas, no lograron cambiar mis arraigadas costumbres. 
Durante muchos años, estando convencida de mi error, intenté elegir uno de los dos definitivamente, para enterrar al otro en el olvido.
Largas noches sin dormir evaluando la utilidad de cada uno, la cantidad de gente que me conocía con uno y con otro. Me enojé en varias ocasiones con mi padre, hacedor de mi desgraciada esquizofrenia nominal. 
Hasta que lo perdoné. 

Les cuento la anécdota brevemente. A la sazón de mi nacimiento, se estilaba que los padres fueran a anotar a sus hijos e hijas al registro civil. 
No había entonces mucha participación de la mamá en esas cuestiones administrativas. 
Tampoco se había dictado la Ley del Nombre, firmada por Onganía. 
Así que, unos días después de mi nacimiento un 9 de diciembre, mi padre se encaminó al Registro Civil de Venado Tuerto con mi nombre en la cabeza y el corazón. Habían elegido el Marisa. Así. Solito. 

Cuando llegó se encontró con un viejo conocido, alguien que mucho no lo quería, por “cuestiones de política” explicó mi mamá, pero que tenía el poder que le daba ese pequeño cargo. 
Tengo que agregar aquí que mi padre había sido uno de los primeros socialistas del pueblo, de los que se afiliaron al Partido Laborista y se quedaron en el peronismo para morirse allí. 
Ateo reconocido, militante extrovertido. 


El Delegado del Registro Civil le espetó: “le tiene que poner María Isabel, y si quieren le dicen Marisa”. 
No me imagino la cantidad de improperios que le habrá proferido mi padre a ese pobre cristiano que pretendió hacer una pequeña maldad y me signó la vida. 
Mi padre era famoso por sus peleas de distinta índole, amorosas o políticas, todas terminaban a las piñas. 
Nunca supimos por qué alguna vez le acomodaron un ladrillo en la cabeza, dejándolo inconsciente cerca de un mes. 

Ese vasco cabrón, mascullando que jamás me pondría el nombre de la Virgen, sintiendo que nunca haría lo que le imponía un pelotudo con carnet, se retiró del establecimiento estatal sin anotarme. 
Pasaron los meses, y toda la familia y las amistades que me conocieron de bebé me llamaron Marisa. 

Por presión de mi abuela libanesa, la “sette”, volvió al Registro Civil para anotarme. Antes de ir le pidió a mi hermana mayor que me eligiera un nombre. 
Aunque yo no estaba ahí, por lo menos no con el uso de todas mis facultades mentales, puedo verlo callándose el adjetivo “cualquiera”. 
Le daba lo mismo cualquier nombre. Estaba decidido a no usarlo. Así que mi hermana eligió el “Cecilia”, acompañado del terrible “Francisca”. 

La abuela castellana, madre de mi padre, había fallecido durante los primeros meses de mi gestación, y se les ocurrió honrarla con mi segundo nombre. 
De mayorcita soporté largas sesiones de asombro familiar por mi parecido a la abuela desconocida. A quién me parezco, es otra historia.
La cuestión es que pasaron los años, muchos, y llegaron las redes sociales.

Alejada de la familia, no entendía por qué no aparecían los nombres de mis primos de Venado Tuerto.
Hasta que se me ocurrió la mejor idea que pude tener en mucho tiempo: usar los dos nombres. Y se hizo la luz. 
Entonces supe quién era yo. La hija de un vasco cabrón y una turca huraña a la que apodaban “la negra”, la nieta de la “sette”, la hermana de Norita, la
sobrina del tío José, del tío Dante, de Carlitos, que se llamaba Ernesto pero sonreía como Gardel. Y la mamá de Miguel, y de Agustín. La abuela de Sophía, de Uma y Salvador.


Vaya como regalo una última perlita, que me trae una música a mis oídos. Cuando estaba embarazada por primera vez, sólo teniendo una imagen de huesitos más o menos ordenados captada en el quinto mes, elegí el nombre de mi primogénito.
 
Quería que se llame Martín Miguel, como Güemes. El hermano de mi cuñado llamó Martín a su niño unos meses antes, así que opté por dejarle el Miguel, nombre de mi padre, y agregarle el Antonio, sin saber que había sido el nombre de mi abuelo paterno. A su papá le tocaba elegir el nombre de mujer, y eligió Lucía. 
Diecinueve años después, otra Lucía se cruzó con Miguel y me hizo abuela por primera vez. Lucía no se quedó en la familia, se fue lo más lejos que pudo. 

Por eso traigo la canción del nombre que no fue.


Lucía - Joan Manuel Serrat



Comentarios

  1. Queridae amigue y compañere, placer enorme de leerte y además de ser tu amigue!! Bello relato,espero que estés pensando en una futura edición de tus textos!
    Te quiero!!

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