Cuadernos de un viajador - Irlanda - por Mariano Saravia





Belfast, “el lugar más horrible del mundo”

Para aquellos que comprenden no hace falta una explicación.
Para aquellos que no entienden, no hay explicación posible”. 

Así rezaba un graffitti pintado en una pared de Belfast, donde los murales forman parte del paisaje urbano y de la estética ciudadana, pero además tienen una importante función de propaganda política.

No sé si fui a Irlanda más por aprender inglés o más para entender algo de lo inentendible. Lo que sí sé es que me sirvió para conocer y entender algo de este conflicto que ya lleva ocho siglos y medio, y que ese viaje me marcó, como cada uno de los viajes que se emprende con espíritu de viajero y no de turista.

Belfast, el lugar que el escritor Paul Theroux describió como «horrible,uno de los más repugnantes y peligrosos del mundo», fue en cambio para mí una aventura fascinante, muchas veces peligrosa, casi siempre preocupante y de vez en cuando triste.
Un amigo mío, el periodista Enzo Girardi, un día me escribió un email diciéndome: «Europa se ha convertido en un geriátrico de lujo, y Belfast es uno de los pocos lugares en este continente donde la gente todavía se la juega por algo, al igual que el País Vasco».
En muchas partes del mundo los niños juegan a la guerra, pero en Belfast no juegan, se preparan para la guerra. Ya a los cinco o seis años suele vérselos correteando por los barrios católicos o protestantes, tirándose piedras entre ellos o a extraños. 
No le temen a nada ni a nadie y de chicos ya aprenden el odio al vecino-enemigo. 
Una vez adolescentes saben cómo preparar una bomba Molotov y cómo encarar a la RUC (Royal Ulster Constabulary, la policía británica), y cuando son jóvenes entran a las filas del IRA o de alguno de los tantos grupos paramilitares unionistas. Sobre todo los católicos, cuando tienen alrededor de 30 años ya han pasado gran parte de su juventud en la cárcel.

En una esquina, un grupo de niños casi adolescentes cantan:
«Matanza, matanza, agua bendita, matanza para los papistas (así llaman a los católicos), uno por uno los descuartizaremos y los haremos yacer bajo los muchachos protestantes que siguen al tambor».

Apenas llegué a Irlanda del Norte, en la estación de trenes de Belfast, me informé sobre cómo ir a la zona más conflictiva. Una señora mayor y muy elegante me repetía su consejo de no ir a los barrios de Ardoyne, Cliftonville, Shankill, Falls y Glencairn, y yo le
seguía preguntando cómo ir. Finalmente, me dijo: «Si va para allá, sepa que no hay seguridad y que lo hace bajo su exclusiva responsabilidad», y me marcó en un mapa de la ciudad esos barrios.
Luego, el otro problema era cómo llegar allí, ya que en esos días de julio de 2001 había un estallido de violencia sectaria, los autobuses habían cambiado los recorridos y los taxis no querían asomar sus trompas por las barriadas obreras protestantes o católicas.

Finalmente, un taxista accedió a llevarme, pero solamente hasta la entrada de Ardoyne, donde un mural de la Virgen de Lourdes hace las veces de pancarta política y un enorme cartel dice: «Usted está entrando ahora a la Belfast liberada», más a modo de advertencia que de bienvenida.

Además de las banderas tricolor (naranja, blanca y verde de la República de Irlanda), abundaban en el barrio los graffitis y murales a favor del IRA y de la causa republicana, 
y las calles semi vacías solamente eran surcadas por algunos vecinos con paso rápido o por las camionetas reforzadas y artilladas del ejército británico.

Mientras tanto, el ruidito del helicóptero inglés en el cielo remitía al ojo de Gran Hermano que todo el tiempo está sabiendo los movimientos de cada uno de los 200.000 protestantes y 100.000 católicos que habitan esta ciudad en guerra, que duele y se quiere.




¿Conflicto religioso?

Para entender algo del conflicto en Irlanda del Norte es fundamental entender la historia. «Son peleas de gente atada al pasado, son anacrónicos», escuché a muchos decir a mi regreso en Argentina.
Yo no me animaría a un juicio tan categórico, simplemente traté de acercarme más a lo que puede ser el diagnóstico de un médico que al fallo de un juez. 
Y para diagnosticar el drama de Irlanda (y cualquier drama político) no se puede desconocer la historia. Y es indiscutible que el pasado influye (y mucho) en los roubles (inconvenientes, como eufemísticamente llaman a la violencia sectaria) del presente.

Lo que no creo es que se trate de un problema religioso. Más bien es un problema social, político y económico que a lo largo de la historia se ha mimetizado con lo religioso.
De hecho, la Iglesia Católica, como institución, jamás se involucró en el conflicto, y cuando Bobby Sands agonizaba en la cárcel 7de Maze, cumpliendo heroicamente con una huelga de hambre por sus derechos civiles contra la inflexible política de Margaret Tatcher, el Papa Juan Pablo II le envió un emisario, John Magge, para convencerlo de «lo inútil del sacrificio». Sands fue categórico con el enviado papal: «Esta lucha es hasta la victoria», y lo despidió por donde llegó.
Pero así como Karol Wojtila y la Iglesia de Roma nunca apoyaron a los católicos en Irlanda (ni ahora ni nunca en los siglos anteriores de dominación inglesa en toda la isla), Bobby Sands y los luchadores republicanos no van a misa los domingos ni rezan el Rosario.
Se llaman católicos más como una identificación política y social que religiosa, y la Virgen (es la principal diferencia dogmática con los protestantes que no acuerdan con la virginidad de María) que aparece en los murales de Derry o Belfast es más un símbolo político que religioso.

Yo mismo, que no soy un católico practicante, sentí esa tentación de volver a ciertos símbolos e identificaciones religiosas, pero más por una cuestión política y social que confesional.
Todos los días debía hacer unas 15 cuadras a pie entre la residencia universitaria y la Queen´s University, donde estudiaba. Iba a las siete y media de la mañana y volvía a las seis y media de la tarde, ya casi noche en Belfast. 
Muy cerca de la residencia, siempre había una guardia de soldados británicos armados hasta los dientes, y comprobé que eran ingleses porque dos o tres veces les pregunté la hora y me respondieron con un acento pulcro como el de los ingleses, y no ininteligible como el de los irlandeses. 
Me molestaba y me rebelaba tanto la presencia de esos soldados en la vereda por donde yo caminaba, que como forma estúpida de provocarlos, yo pasaba siempre rezando un Rosario que alguien me había dado al salir de Córdoba, y que cuando pasaba junto a ellos dejaba colgar de mi mano para que lo vieran. Era todo un signo de que yo era católico, porque los protestantes no creen en la Virgen y por consiguiente no rezan el Rosario.

Irlanda es uno de los países católicos más antiguos, fue convertido al cristianismo en el siglo V por San Patricio, el primer obispo misionero, quien envió monjes por toda Europa para evangelizar, cuando la Iglesia se debatía todavía entre persecuciones y discriminaciones, acechada por el paganismo de muchos gobernantes.
Sin embargo, después de que pasaron los siglos, El Vaticano no movió un dedo por Irlanda, ni siquiera cuando se produjo la Gran Hambruna (the Famine) que entre 1845 y 1847 dejó el espantoso saldo de más de un millón y medio de irlandeses muertos.




La guerra de las camisetas

Por Shankill Road pasan dos chicas rubias y lindas, de unos 17 años, muy femeninas. 
Dos cosas llaman la atención en ellas, la cantidad de cadenas de oro siendo que no parecen de familias ricas, y que las dos llevan con orgullo la camiseta del Rangers de Glasgow, el club escocés donde jugaba Claudio Caniggia.
Es el barrio protestante del oeste de Belfast, y cinco cuadras más allá empieza el barrio católico de Falls y otras quinceañeras en vez de la camiseta azul del Rangers llevan la verde y blanca (a rayas horizontales)del Celtic.

Es una típica tarde de domingo en el fresco verano irlandés. En el pub hay unos 10 parroquianos, algunos de ellos también con camisetas del Rangers. Y en las paredes del pub rebosan los banderines y pósters del equipo de la comunidad protestante. En eso, uno de los presentes, con unas cervezas más que los otros encima, me increpa y no muy amistosamente me pregunta de dónde soy. «De Argentina», respondo tímidamente y recibo inmediatamente una catarata de palabras en medio de las que sólo entiendo: 
«Ah, entonces sos católico, no podés estar en este pub». 
Lo único claro es que no soy bienvenido en este lugar, mientras las miradas de todos los presentes siguen clavadas en mí. En eso, interviene el que atiende el lugar para calmar los ánimos pero me aclara: «Tomate esa cerveza y andate».

Afuera del pub, la calle sigue pareciendo adversa. Es mejor cambiar de barrio. 
En el pub católico, el ambiente es parecido pero no igual, los pósters y banderines del Rangers cambian por los del Celtic y las banderas británicas por las de la República de Irlanda. El rechazo hacia el forastero se convierte como por arte de magia en amabilidad
y aceptación. «¿De dónde? ¿Argentina? Venga, siéntese, ¿quiere tomar una Guinness?».

Acá todo está bien y los parroquianos sacan de entrada el tema de los goles de Maradona a los ingleses en el mundial de México ´86.
Es más, recuerdan con mayor emoción el de «la mano de Dios» que el segundo. 
Y se nota que gozan al recordar el sufrimiento de sus archienemigos ingleses.
Como se vive en Belfast la rivalidad del Celtic y el Rangers no se vive ni siquiera en la mismísima Glasgow. 
En Irlanda del Norte esto es algo que trasciende lo deportivo. Es una identificación social y política: se es católico, republicano y del Celtic, o se es protestante, unionista y del Rangers. Y la camiseta es un uniforme casi pegado a la piel, se lleva con orgullo para diferenciarse de «los otros», aunque muchas veces pueda llegar a ser bastante peligroso dependiendo de las zonas.

La tradición comienza en el siglo XIX, cuando muchos irlandeses emigraban escapando del hambre y la miseria. Los destinos principales fueron Estados Unidos, Australia, Argentina, Inglaterra y también Escocia.
A fines del siglo XIX, los irlandeses de Glasgow fundaron el Celtic, cuyo nombre mismo hace referencia a los orígenes celtas y gaélicos. Y para que no quedaran dudas la camiseta fue verde y blanca en recuerdo de la «Isla Verde». 
Hoy, en el estadio del Celtic abundan las banderas irlandesas y hasta las que hacen alusión al IRA.
Sin embargo, en Escocia la rivalidad no llega a los extremos de violencia implícita y explícita a los que llega en Irlanda del Norte, donde a falta de una liga local fuerte, siguen de cerca los torneos de Escocia e Inglaterra.




En inglés no

Ahora estoy en el centro cultural gaélico de Falls, en Falls Road, noroeste de Belfast. Luego de ver una obra de teatro completamente en gaélico y de escuchar un recital de música celta, entre vino y vino (de California), un hombre sentado junto a su hijo unas cuantas mesas más allá me llama con un gesto. Al principio dudo si se dirige a mí,
pero me mira y afirma con la cabeza. Es un tipo de unos 50 años, con
cabello y barba blanca, flaco y espigado a lo Quijote, me lo imagino
psicólogo o profesor universitario de literatura. 
Cuando me acerco me pregunta si soy argentino e inmediatamente me ofrece —casi me obliga—sentarme a su mesa y me pide una pinta de Guinness. Me cuenta que se llama John y que su hijo David, de 11 años, habla español. Él no habla español, inventa un poco, pero se niega rotundamente a entablar un diálogo en inglés. 
Luego me daría cuenta por qué.

John me empieza a preguntar cosas de la Argentina, de la carne, el tango, la Guerra de las Malvinas y el Almirante Brown. Ellos son de Newry, el último pueblito de Irlanda del Norte, justo antes de la frontera con la República de Irlanda, y han venido a Belfast a hacer unos trámites. No es profesor universitario de literatura, pero no anduve tan lejos, enseña matemáticas en una escuela secundaria. Sin embargo, se nota rápidamente que tiene una cultura envidiable.
Luego de dos pintas de Guinness vamos entrando en confianza, aunque en rigor de verdad con los argentinos, los irlandeses se abren desde un principio, es una sintonía natural. Sin embargo, el alcohol y el ambiente del lugar, poblado de republicanos, parece haberlo desinhibido especialmente y le hace perder la lógica y habitual desconfianza que tiene todo el mundo aquí para hablar de ciertos temas.
Me cuenta de los sufrimientos y de las humillaciones de la dominación británica, como si no hablara solamente de los 50 años que lleva en este lugar del mundo, sino como si hablara en nombre de él, de su padre, de su abuelo y así para atrás hasta llegar al año 1160, cuando los normandos llegaron por primera vez a Irlanda y no se fueron más. 
No habla con bronca o con odio, más bien con una tristeza ancestral no exenta de cierta esperanza. Algo difícil de entender para mí, que me he alejado de mi mesa pero no me importa y me concentro en la charla, que sigue intentando ser en español con la ayuda del hijo pero que muchas veces debe derivar inevitablemente al inglés.

John ama el gaélico, el idioma de sus ancestros, pero no lo habla.
Y en el fondo siente vergüenza de tener que andar por esta vida hablando en inglés. Por eso prefiere el español, una tercera lengua, y estoy seguro de que también preferiría el sueco, el quechua o el chino, cualquier lengua menos inglés. 
Es un conflicto psico-lingüístico que muchos irlandeses padecen. 
A diferencia de los vascos, ya que muchos de ellos hablan euskera, y se guardan el español para las situaciones inevitables.
A pesar de los esfuerzos gubernamentales por recuperar el gaélico sobre todo en la República—, éste es un idioma moribundo, casi en coma cuatro. Se habla solamente en algunos lugares rurales del oeste de la isla, llamados Gaeltacht, o en clubes republicanos como éste de Falls Road. 
Pero en general, en las casas ha dejado de hablarse hace ya más de un siglo y medio. 
La pérdida de una lengua se traduce inevitablemente en una pérdida de personalidad colectiva, que luego deriva en una angustia existencial consciente o inconsciente y que
también puede desembocar en expresiones trágicas y en violencia.

Esa noche, John se despidió dejándome su dirección y arrancándome una promesa de que sin falta iría a Newry y me alojaría en su casa, cosa que no sucedió a pesar de que luego pasé un par de veces por ahí, al hacer los 200 kilómetros que separan a Belfast de Dublín.
Cada vez que pasaba por Newry me acordaba de John y de su hijo, en medio del asombro siempre renovado por la ironía de cambiar de país, de sistema, de controles, de ambiente y hasta de paisaje en la misma nación.
De hecho, cuando salía de la República me despedía la Garda (policía irlandesa) y me recibían soldados ingleses (con acento de
Londres, Manchester o Liverpool), las líneas de la  ruta ya no eran amarillas sino blancas y las distancias ya no se medían en kilómetros sino en millas. Y otra diferencia llamativa: en la República todos los carteles estaban escritos en inglés y en gaélico mientras que en el Norte solamente en inglés.

Cuando hacía el trayecto en tren ya tenía establecido el lugar de la verde campiña por donde pasaba una frontera que me parecía cada vez más absurda. En ese lugar, del lado de Irlanda del Norte, una escuela de ladrillos vistos y techo a dos aguas, mostraba siempre flameante una bandera tricolor (verde, blanca y naranja), algo que me asombraba y que no dejaba de parecerme una valiente irreverencia hacia el Reino Unido.
En ese punto, distante 150 kilómetros de Dublín y 50 kilómetros de Belfast, yo siempre jugaba a tratar (inútilmente) de asir en mi mente y en un instante una división de siglos y siglos.
El Muro de Berlín ya había caído 12 años antes, y 10 años atrás yo mismo había vivido de cerca la reunificación de las dos Alemanias.
Y ahora, ya definitivamente dentro del siglo XXI, en el supuestamente civilizado Reino Unido, dentro de un país gobernado por la «progresista» y marketinera Tercera Vía de Tony Blair, existía todavía Un checkpoint como el que había al este de la puerta de Brandemburgo y controles como los de Moscú cuando entré por ahí a Europa por primera vez en 1990. Y todo esto a pesar de la Unión Europea y todo el circo. 
Y a pesar de la Globalización que solamente globaliza las desgracias de la gente y los beneficios de los poderosos.
Newry es una ciudad chiquita de mayoría católica y se nota en la cantidad de banderas tricolor y pintadas de apoyo al IRA o a los POW (sigla en inglés de los presos políticos). Sin embargo, estos elementos se entremezclan con las banderas de Gran Bretaña y los
bustos de los distintos reyes en los lugares públicos oficiales, y con la presencia permanente de los soldados ingleses en las calles, como sucede en toda Irlanda del Norte.

Dublin, las estatuas son de escritores

Los irlandeses pueden hablar horas sobre duendes, hadas y espíritus, pero toda esta imaginación no quita que tengan los pies bien sobre la tierra, que todos sean muy educados y sepan mucho sobre todo de historia, geografía y literatura universal. Y no es para menos, tienen grandes escritores y varios premios Nobel, como Jonathan Swift, JamesJoyce, Samuel Beckett, Bernard Shaw, Yeats, Seamus Heaney.

James Joyce decía: «Tengo la dicha de haber nacido en una ciudad lo suficientemente grande como para ser una capital europea y lo suficientemente chica como para ser abarcable».
Joyce, cuya obra maestra, el Ulises, fue elegida como la mejor novela del siglo XX, pasó la mayor parte de su vidaexiliado voluntariamente, pero sin embargo nunca escribió sobre otracosa que no fuera «su» Dublín.
Y es así, una gran capital europea donde cada fin de semana desfilan los mejores conciertos del mundo de todos los estilos, los mejores musicales y las mejores obras de teatro, donde la cultura se vive y se palpa en la calle y donde también se percibe en cada esquina el gran movimiento financiero y económico.

Pero además, es una ciudad abarcable, amable, amiga. Una ciudad por la que uno puede caminar despreocupadamente porque los mismos dublineses caminan despreocupadamente, sin la aceleración de Londres, Nueva York o Buenos Aires. 
En Dublín todo es más desestresado. No quiere decir que no haya movimiento, tránsito ni que la gente no se tome en serio sus actividades. Simplemente que todo es amable y discurre con fluidez,sin apuros ni retrasos.

El río Liffey surca la ciudad y la divide en dos, el sur de Dublin era la zona de los protestantes y de los ricos, y la norte era la de los católicos y los pobres. Eso fue cambiando con el tiempo pero dejó sus huellas en la arquitectura urbana.
Aquí en Dublín se puede sentir la historia viva, a diferencia de otras capitales europeas que parecen enormes museos. 
El edificio del correo, sobre O´Connell Street, guarda en su interior cuadros y esculturas que recuerdan la revolución dePascua, cuando en 1916 los patriotas irlandeses se sublevaron contrael Gobierno imperial inglés. Esa revuelta tuvo lugar en ese edificio,de fachada clásica y fue el puntapié inicial hacia la independencia de1921.
Enfrente, cruzando la calle, está la estatua más importante de la ciudad, que no es la de ningún héroe militar sino la de un escritor, justamente la de Joyce.

También se pueden visitar las casas del mismo Joyce, de Samuel Beckett, de Bernard Shaw y de otros escritores, la principal producción irlandesa de los últimos dos siglos, además de cerveza Guinness y ahora también programas de software.
Todos estos fantasmas sobrevuelan permanentemente Dublín, el de Leopold Bloom, protagonista del Ulises, y el de Bram Stoker, autor de Drácula.
Más allá del puente O´Connell, sobre el río Liffey, está el edificio del Trinity College, símbolo de la arquitectura georgeana dublinesa con toques de victoriana y de la tradición británica en educación.
Allí estudiaron los poetas Jonathan Swift, Oscar Wilde y muchos otros.



Guinness, el terciopelo negro

Del otro lado del río Liffey está la fábrica de Guinness, y en el centro de un complejo de unas cuatro manzanas, el museo que atesora, en siete pisos, toda la historia de una bebida que acompañó las turbulentas transformaciones de losúltimos tres siglos.
Fue la cerveza preferida de los colonos ingleses, que primero exaltaban la capacidad creativa de sir Arthur Guinness y, después, le expropiaron sus propiedades cuando se declaró nacionalista. También fue la bebida elegida en las largas noches de clandestinidad de los patriotas, a fines del siglo XIX, y con la que brindaron los republicanosluego de la independencia final de Gran Bretaña, acaecida reciénen 1921. 
Y es la cerveza que aún hoy eligen los jugadores de fútbol gaélico, una violenta mezcla de fútbol y rugby que desata la simpática euforia de estos fanáticos y pelirrojos hinchas.
En la entrada del edificio que alberga el museo, se conserva aún
el original del contrato de locación que firmó Arthur Guinness y que
tiene la particularidad de estipular una duración de nueve mil años.
«Está bien, no es una bebida bíblica como el vino, pero en una Guinness el lúpulo y la cebada nos hablan de nuestra rica historia», me dice Seamus, acodado en la barra del bar giratorio del último piso del edificio Guinness, desde donde vemos toda la ciudad.
«Dentro del pub no llueve», dice un proverbio popular. Tal vez sea por eso que a toda hora están abiertos y siempre habrá alguien con una pinta de Guinness en la mano dispuesto a dar rienda suelta al arte que mejor manejan los irlandeses, el de la conversación. 
Es como un refugio para el tiempo que no da tregua en su rudeza. Y entre la calidez de la gente y la amabilidad de su cerveza, con el sonido de una gaita de fondo, el pub contrapesa la llovizna pertinaz de las calles dublinesas y el frío viento que llega del mar.

Tirar una buena pinta de cerveza negra es todo un arte, y es también la prueba de fuego para un barman en Irlanda. Se debe servir de a poco, para dejar que la malta repose en el vaso, con tiempo y con paciencia. El resultado final debe ser una bebida suave como el terciopelo,que el parroquiano saboreará con gusto pausado, acodado en el mostradorde un típico pub dublinés.
Tanto pinta (medio litro), cuanto cerveza negra, son sinónimos de Guinness.
Hoy por hoy, bebida nacional y orgullo de los irlandeses, llena diariamente unos siete millones de vasos en todo el mundo.

Los emigrantes la añoran y las canciones y poemas enaltecen sus virtudes. 
Hasta se aconseja beberla a las mujeres embarazadas.
Pero el nombre Guinness no se queda solamente dentro de los bares y pubs sino que está íntimamente entrelazado con la historia y con la arquitectura de Dublín. Su fundador, Arthur Guinness abrió el parque de Saint Stephen’s Green —lugar obligado para cualquier
cita romántica— y restauró la catedral de San Patricio, y sus descendientes erradicaron una zona de barrios pobres en el norte de la ciudad levantando en su lugar el Iveagh Trust, piscinas y un albergue para los desamparados.
Por esa conciencia social de una familia rica que tuvo tiempo para pensar en los más pobres —que al fin de cuenta son los bebedores de cerveza y los responsables de su éxito económico— y también por su identidad decididamente nacional, es que los irlandeses
adoptaron este nombre y esta cerveza como un símbolo.




Foxford, hincha de Argentina

Son las seis de la tarde y ésta es la quinta pinta de cerveza por cabeza, pero el «Loco» sigue pidiendo vueltas. Está contento, emocionado, eufórico. «La Argentina se siente acá», dice, mientras se golpea el pecho.
Es el «Loco» J. J. O’Hara, un flaco desgarbado, dueño del principal supermercado del pueblo y presidente de la Admiral Brown Society, que tiene como principal objetivo recuperar la memoria y la historia deWilliam Brown (Guillermo para los amigos).
El almirante Brown nació en este pueblo de mil habitantes llamado Foxford, en el condado de Mayo, en el extremo noroeste de la isla de Irlanda y a 30 kilómetros de las costas del Océano Atlántico.
Eso fue en 1777 y cuando tenía nueve años emigró junto a su
familia, como tantos irlandeses que no encontraban allí un futuro posible. Se subieron a un barco que los dejaría en Boston, pero en alta mar su madre murió de fiebre amarilla y seis meses después también murió su padre, dejando solos a Guillermo y sus hermanos.

Ahora, su busto está inmortalizado en bronce a la entrada de Foxford y su casa, que es una típica casa irlandesa del siglo XVIII (a dos aguas y con techo de paja entrelazada), será algún día un museo.
Pero no sólo eso, gracias al almirante, todos en este pueblo son fanáticos de Argentina, de su cultura, de sus vinos, del mate, del tango y, por supuesto, del fútbol. 
Si hasta se ha puesto de moda aprender a hablar español y están buscando una maestra para que lo enseñe en la única escuela primaria que hay.

Entre cerveza y cerveza, el «Loco» le dice al dueño del pub que
ponga el video. Y el dueño asiente al momento. En la televisión, de
pronto aparece Jorge Gestoso, el presentador del noticiero de la CNN en español, quien le da pase al corresponsal en Gran Bretaña, Julio Aliaga. Es junio de 1998, y por el Mundial de Francia se enfrentan, en Saint Etienne, Argentina e Inglaterra. 
Por eso Aliaga está en Foxfordy muestra un pueblo perdido en la campiña irlandesa que de golpe se ha transformado en un carnaval celeste y blanco.
Todo el mundo por la calle con camisetas de la selección, cornetas y banderas. Faltan solamente los choripanes, sería mucho pedir.

Con las caras pintadas de celeste y blanco miran el partido en el mismo pub donde ahora están pasando el video. Sufren con la definición por penales, tanto como cualquiera de La Quiaca, Palermo o Alta Córdoba. Pero después de las atajadas del «Lechuga» Roa, salen a festejar desorbitados, con una pasión inusitada en estos recónditos parajes donde, a pesar de ser fines de julio (verano por acá), ahora hace frío y llueve.

«Es que en realidad nosotros somos muy parecidos a ustedes, aunque no me creas, somos un poco latinos. Lo que pasa es que somos fríos por fuera, pero muy calientes por dentro», explica el dueño del pub.
«Yo estuve en mayo en la cancha de River, cuando le ganamos 3 a 0 a Colombia, fue inolvidable», dice el «Loco», usando sin ninguna duda ni escrúpulos la primera persona del plural cuando se refiere a los argentinos. «Yo soy de River, mi hijo de Boca y mi hija de Independiente», cuenta en un trabajoso español.

En eso llega Darian y cuenta sobre los salmones que pescó hoy en el río Moy (éste es uno de los paraísos mundiales de la pesca), pero el dueño del pub lo detiene en su relato y le hace mostrar la gorra.
Está llena de escuditos, muchos de ellos argentinos, pero se destaca uno que dice: «Las Malvinas son argentinas».
El tema ocupa el centro de la conversación e inevitablemente surge la referencia a la ocupación británica de Irlanda del Norte, una espina clavada en cada uno de los irlandeses, de cualquier región del país. Y también se acuerdan de la Gran Hambruna que mató a un millón y medio de irlandeses en el siglo XIX, y que afectó sobre todo esta zona del «lejano oeste».

Entre 1845 y 1849, la cosecha de papas (aún hoy principal alimento de los irlandeses) se perdió totalmente y sobrevino una hambruna nunca antes vista en un país, por entonces, eminentemente agrícola. En esos cuatro años, un millón y medio de personas murió de hambre y otro millón y medio emigró hacia Estados Unidos, Argentina, Canadá y Australia.

«Eso fue un verdadero genocidio de los ingleses contra el pueblo irlandés, porque no movieron un dedo, la poca comida que mandaron fue para los protestantes del norte», dice Darian, mientras los otros parroquianos asienten con solemnidad.

Aquí, cada uno es capaz de hablar de la historia con tanta pasión y precisión como si hubiera estado allí. Pero el odio hacia los británicos no es irracional, por el contrario, está basado en ocho siglos de humillaciones, como esta de la hambruna.
«No todos son así, hubo un protestante del condado de Tyrone (en el Ulster) que se llamaba Jones Schmith, y que ayudó a las monjas católicas para construir la fábrica de tejidos de lana que hizo que este pueblo saliera adelante», recuerda el «Loco». 
Desde entonces a Foxford se lo conoció durante mucho tiempo como «el pueblo sin
relojes», porque nadie los necesitaba, ya que la sirena de la fábrica les
anunciaba a los habitantes cuándo era la hora de comer (cuando se
comía), cuándo la hora del té y cuándo la de irse a sus casas a descansar.

«Si Brown hubiera estado acá durante esos años, tal vez con su coraje se animaba a enfrentar al hambre...», piensa en voz alta el dueñodel pub.
Pero no, en esos años, el almirante estaba muy lejos de aquí, estaba retirado en su quinta de Barracas, en las afueras de Buenos Aires, cultivando la tierra y esperando la muerte que lo alcanzaría el 4 de marzo de 1857.
Antes, fundó la Armada Argentina en 1814; en 1826 peleó contra el Brasil por la Banda Oriental y después derrotó a los ingleses y franceses que querían enseñorearse de tierras y aguas ajenas, como siempre.

Con su fragata Hércules surcó el Caribe, el Atlántico y también el Pacífico, ayudando en las campañas libertadoras.
«Sí, yo conozco también la historia reciente de la Argentina — dice bajando la voz y los ojos— y sé muy bien cómo actuó la Armada en las últimas décadas; por ejemplo sé lo que fue la Esma» (Escuela de Mecánica de la Armada, que funcionó como campo de concentración clandestino durante la última dictadura militar).
Y concluye: «Esa no fue la Armada que fundó el almirante Brown, él era un hombre íntegro, un hombre de bien, sin dudas el hijo dilecto de Foxford».




Galway, el abismo y San Patricio

¿Vos te acordás qué día fue el atentado contra la embajada de Israel en Buenos Aires? — me dijo mirándome fijo a los ojos Brianna, sentados al borde del acantilado sobre el Atlántico, ahí mismo donde termina (o donde empieza, según cómo se mire) Europa..
El 17 de marzo de 1992.
¿Y qué día es el 17 de marzo?
No sé.
Es el día de San Patricio, y fue él quien protegió a los irlandeses, porque a pesar de estar en el edificio de al lado, no le pasó nada a ninguno de los empleados de la Embajada de Irlanda.

«San Patricio era un gentilhombre y venía de una familia de bien», canta en el interior de un pub de Galway un grupo de hombres y mujeres ya maduros, acompañados de una gaita y un mandolín, y también de varias cervezas.
San Patricio está por toda Irlanda. No es un santo patrono de
esos que se sacan una vez al año para la procesión. Es mucho más, está dentro del alma de Irlanda y de su gente.
Es la continuidad entre la antigua Irlanda celta y pagana y la católica. 
Una identidad fuerte, capaz de sobrepasar las divisiones políticas, una espiritualidad y una pertenencia que ni siquiera el progreso y el bienestar económico han podido opacar.
El santo habría nacido en Escocia, cerca del año 390. Educado con las tradiciones latinas, a los 16 años, Patricius Magonus Sucatus fue raptado por una de las bandas de bandidos irlandeses que asolaban Escocia e Inglaterra. 
Estos muchachos lo llevaron cautivo a Skerries, un suburbio de Dublín y allí lo sometieron a la esclavitud durante seis años, poniéndolo a cuidar chanchos. 
Un día, un sueño revelador lo hizo escapar de esa situación y lo condujo por el difícil camino de regreso a su casa. 
Pero, una vez de vuelta en Escocia, otro sueño lo impulsó a recorrer de nuevo el camino de regreso a Irlanda con la misión de convertir al catolicismo a esa gente «bárbara» y «salvaje» que tantos sufrimientos le había causado.

Cuando estuvo de nuevo en su país de adopción, el primer obispo misionero de la historia de la Iglesia eligió el condado de Armagh para levantar la primera catedral cristiana de la isla, en abierto desafío a los druidas y consejeros de los reyes celtas, que por ese entonces se enseñoreaban del cielo y de la tierra y no dejaban de hacerse la guerra mutuamente.
Aún hoy, decenas de miles de irlandeses repiten todos los años los rituales de antaño. 
El último domingo de julio, los fieles suben descalzos la pedregosa colina de Croagh Patrick, cerca de Westport, sobre el océano Atlántico. Según la leyenda, fue allí donde San Patricio echó para siempre a las serpientes de «la isla verde». 
Otra prueba de sacrificio extremo es encarada por los peregrinos en Station Island, al noroeste del país, donde deben estar tres días de ayuno, sólo con un té y un pan duro diario. Allí, el santo ayunó durante 40 días — igual que Jesucristo — para liberar a Irlanda de los espíritus malignos.

Luego del rey Angus, fue Laoghaire quien se convirtió al cristianismo, y así, uno a uno, todos los monarcas fueron terminando con el paganismo de los celtas.
En el intento por explicarle a uno de estos reyes el misterio de la Santísima Trinidad, San Patricio usó el trébol, que desde ese día pasó a ser uno de los símbolos de Irlanda. 
Dice la leyenda que cansado de tratar de explicar el dogma a los celtas, San Patricio tomó un trébol, demostrando que, igual que las tres hojas pueden provenir de un mismo tallo, así ocurre con las tres personas de un mismo Dios.

Pero ¿cuál fue el secreto de Patricio, además de su excelente oratoria, para lograr convertir a toda una nación tan radicalmente y sin ningún baño de sangre? La respuesta está en su excepcional capacidad de influir sobre una sociedad incorporando nuevos valores pero
sin ir en desmedro de los viejos, es más, integrándolos.
De esta forma, San Patricio reemplazó a los dioses aterrorizantes de los celtas por un dios bueno que ama a los hombres, aunque a los otros no los eliminó del todo del imaginario colectivo. De hecho, Irlanda mantuvo y exportó una fiesta originada en esos tenebrosos
espíritus: Halloween.
Otra prueba del sincretismo religioso que caracteriza a Irlanda son las famosas «cruces celtas», que unen la cruz del cristianismo con el círculo que representaba para los celtas al dios Sol.
Las más antiguas, en el condado de Brughna Boinne, son del siglo VI. 
Tienen diferentes alturas pero algunas llegan a los seis metros y todas están adornadas con bajorrelieves.
Para San Patricio, la religión absorbe valores como la lealtad y el coraje, esenciales para un pueblo guerrero como el irlandés, al mismo tiempo que busca a Dios en la naturaleza, en alianza con los principales defensores de la ecología: los duendes y las hadas.




Las Islas Malvinas argentinas

Los Wolfetones son un mítico grupo de rock de los años ‘70. Sus letras combinan el costumbrismo irlandés con el compromiso político a favor de la causa republicana, y el retiro definitivo de los británicos de toda la isla. 
Junto con U2, son el símbolo del rock irlandés. 
Entre su repertorio, cantan el tema Admiral Brown, que dice así:

«De una ciudad del condado de Mayo vino un hombre de mucha fama.
Como marinero y soldado no había otro más valiente.
Dicen que se fue a América muy joven como polizón para navegar por todo el mundo. Entonces la aventura lo llevó hacia el sur, a la boca del Plata.
San Martín estaba en su camino en Argentina al igual que tres barcos para cazar ballenas que compró.
Peleó contra Brasil y España, y entonces deseó la independencia para Argentina.
Almirante William Brown eres un hombre que ha demostrado su coraje en las batallas donde todo era en contra y difícil.
Pero tu corazón irlandés era fuerte y sigue vivo en la memoria.
Y en Irlanda hay gente que no te olvida.
El día de San Patricio dicen que obtuviste muchas victorias
Derrotaste a todos los invasores, gamberros y matones.
Después por las pampas encontraste un hogar feliz.
Las Islas Malvinas argentinas.
He escuchado que nobles y valientes irlandeses ayudaron a liberar
una tierra llamada Argentina.
He escuchado con mucha aclamación el nombre y la fama del
Regimiento de Patricios, que pelearon cuando en 1806 los británicos
llegaron hasta el Plata para masacrar.
Y hasta hoy dicen en Argentina que los ingleses huyeron de Buenos
Aires hacia abajo y tomaron entonces para la corona
Las Islas Malvinas argentinas.
Nos acordamos de William Brown y de su tierra renombrada.
El habitante de las islas de tu país fue obligado por los piratas a huir.
Y en Irlanda por supuesto que conocemos toda la historia.
Y también recordamos a los irlandeses que se fueron a la nueva
Argentina escapando de las leyes inglesas, de las guerras y del hambre.
Formaron una tripulación leal como lo hacen todos los irlandeses.
Las Islas Malvinas argentinas.
Los antiguos días coloniales y los crueles métodos ingleses con
su pillaje estruendoso enseñaremos a la gente.
Porque los ingleses van a la guerra como lo hizo Whitelocke antes,
con sus barcos, armas, tambores, estandartes y banderas.
En los días del imperio mataron por el oro y lo hacían desfilar
por las calles de Londres.
Oh, ningún derecho humano nos devolverá a los muertos.
Las Islas Malvinas argentinas.
En Argentina murió, el padre Fahey estaba a su lado.
1857 fue el año cuando su país lo lloró.
Es recordado con regocijo como un héroe de la Nación.
Y por todo el mundo donde todavía hay mucha libertad.
Y la Cruz del Sur toma nota donde el valiente WillieBullfin
escribió: Los irlandeses te siguen apoyando Argentina.
Cuando el Imperio se hunda no dejéis a los Paddies que apoyen
a la corona.
Las Islas Malvinas argentinas.


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