Cuadernos de un viajador - Israel - por Mariano Saravia



Humildemente, desde Fogón y Mate tenemos la alegría de presentar un libro, que vamos subiendo por capítulos una vez por semana, todos los días viernes. Hoy va el Capítulo II de XII.






Misiles en Sderot

          Llegué al aeropuerto de Ben Gurion, un templado día de otoño, noviembre de 2008.
Después de hacer una serie de trámites que me llevaron más o menos una media hora, entre otras cosas mostrar las cartas de invitación de la Histadrut (la Central Obrera más grande de Israel) pude pasar los extrictos controles y hubo una persona que me contactó, con un cartelito con mi nombre como en las películas.
Me dijo que teníamos que esperar un rato porque estaban llegando otros invitados, y cuando estuvimos los tres que esperaba el anfitrión, fuimos al taxi. Éramos un boliviano, una brasileña y yo, que junto a otros periodistas de toda Latinoamérica íbamos a participar de un curso de casi un mes sobre cobertura de conflictos.

          En menos de media hora estábamos en Kfar Saba, donde funciona el centro internacional de estudios. Allí nos repartieron, me tocó con el boliviano, César Ajpi, un periodista del Canal 4 TPP de La Paz, con quien terminamos siendo amigos y compadres. Soy el padrino de su hija, Valentina Sisa (se llama así por Bartolina Sisa, la líder indígena compañera de Tupac Katari).
Durante esos días, tuvimos una frenética actividad. Por la mañana generalmente teníamos clases, y por la tarde salíamos a recorrer todo el país, o viceversa. Todo es cerca en Israel, así que eso no era un problema. Fuimos al norte hasta Metula, un pueblito en la frontera con El Líbano, desde donde se veían las posiciones de Hezbollah, con sus típicas banderas amarillas. Al sur, hasta el Desierto del Néguev.

          Un día fuimos a la ciudad de Sderot, en el sur, muy cerca de la frontera con la Franja de Gaza, donde hacía poco tiempo el gobierno israelí había desalojado los asentamientos de los colonos isreaelíes. Estuvimos en la universidad, hablamos con profesores de distintas disciplinas, siempre dándonos la versión israelí del conflicto. Nos explicaron cómo es convivir con el miedo a los misiles Qassam, que alcanzan la ciudad desde la Franja de Gaza. Aquí hay que hacer una aclaración: aunque se hable de misiles, se trata de cohetes sin ningún tipo de guía. Tienen un diámetro de unos 60 milímetros, un alto de un metro ochenta y cargan unos 10 kilos de explosivos. Los fabrica el ala militar de Hamas en talleres metalúrgicos y a veces usan los caños de los semáforos como materia prima. Al no tener guía, tienen poca precisión, y para la época en que estuve yo, sólo 11 personas habían muerto por estos ataques en casi diez años. Pero por otro lado, son los primeros cohetes de largo alcance que usan los palestinos, y han producido un efecto psicológico importante en la población civil israelí.

          Los sistemas de seguridad israelíes son sofisticados y bastante efectivos. Entre otras cosas, usan globos aerostáticos que justo en la frontera están monitoreando todo el tiempo lo que sucede en la Franja de Gaza, una verdadera cárcel a cielo abierto donde sobreviven como pueden un millón y medio de personas en un territorio que mide alrededor de 10 kilómetros de ancho por 40 kilómetros de largo, sobre el mar Mediterráneo. El bloqueo es total y criminal, por tierra y por mar, y si bien es principalmente responsabilidad de Israel, Egipto es cómplice de esa política criminal. En Gaza faltan elementos de todo tipo, incluso alimentos y medicamentos. Con la excusa de que no entre armamento, no dejan que entre nada. Sin embargo existen túneles semiclandestinos que a veces son tan grandes como para que se contrabandeen autos. Todo eso en el paso de Rafah, del lado de la frontera con Egipto. O sea que a la larga, los productos entran, pero de contrabando y, obviamente, carísimos. Así que en definitiva, el bloqueo israelí mata a los palestinos pobres y beneficia a los palestinos ricos. Como siempre, termina siendo una cuestión de clase. 
Atrás de tanto odio, atrás de la utilización de las religiones como pantalla, hay clarísimos intereses económicos y políticos.

          Después del mediodía, fuimos caminando hasta el punto más cercano a la Franja. Una loma sobreelevada que quedaba a tres kilómetros de la frontera, y desde donde se alcanzaba a ver la ciudad de Gaza, a ocho kilómetros de distancia. Mientras estábamos ahí, comenzó a sonar la sirena y una voz por los altoparlantes repetía insistentemente algo en hebreo. Eran las alarmas alertando a la población de que había sido lanzado un Qassam. El tutor del grupo empezó entonces a los gritos: “Al suelo, al suelo”. Y todos nos tiramos cuerpo a tierra, sin preguntar nada.
Desde que suenan las sirenas, la gente tiene 30 segundos para buscar un lugar seguro. Nilo Cassana, un compañero peruano, tuvo el coraje, o la inconsciencia, de filmar todo. Es un documento importante, se ve incluso la estela del cohete en el cielo. Luego de que pasó por encima de nuestras cabezas, vimos la columnita de humo que salía del lugar donde había caído. Fuimos hasta el lugar, había dejado un boquete en medio de una calle céntrica, y el propio cohete era un montoncito de hierros retorcidos.




Bolsos de Tel Aviv

          Al día siguiente, estuve en Tel Aviv y un despliegue policial mucho mayor me hizo vivir la histeria en torno a una amenaza de bomba en la terminal de ómnibus. Ya de por sí, en todos los lugares públicos los ingresos son lentos y engorrosos, porque hay que pasar por scanners que controlan cada bolso, maletín o cartera, además de policías que controlan una por una a cada persona. Pero esa tarde, entró el ejército y empezó a echar a todos los presentes a los gritos y empujones. Me quedé cerca, para ver cómo finalizaba la película. En realidad, habían encontrado un bolso sin dueño aparente, pero finalmente no tenía ningún explosivo.

          En Israel es así, si te olvidás un maletín o una mochila en algún lado, fue. No guardes esperanzas de recuperarlo. No porque haya peligro de que te lo roben, sino porque directamente lo explotan. Primero nadie lo toca, y luego de unos minutos llega la brigada antiexplosivos y lo hace estallar dentro de un cofre especial, por las dudas de que sea una bomba.
Salí de la terminal de ómnibus y fui hasta la Universidad de Tel Aviv, para encontrarme con Efraim Davidi, profesor y dirigente del Partido Comunista Israelí, pero nacido en Buenos Aires.
Ya en ese entonces, Efraim me explicó que el gobierno israelí había dejado de hablar de “terminar el conflicto”, para pasar a hablar de “manejar el conflicto”, lo que significa que no hay arreglo posible en el cercano plazo, hay que tenerlo “a fuego lento”.
Y lo peor, para él, es que la sociedad israelí ya ha aceptado esta realidad de “gestionar el conflicto”.
-¿Y del lado palestino?, pregunté.

-Yo no justifico ataques contra la población civil, del lado que sean constituyen terrorismo. Pero tampoco se puede pedir a un pueblo que está bajo ocupación que actúe a lo Gandhi. El principal problema es que la población civil de ambos lados es el blanco principal, y eso es a propósito, porque la población civil es el flanco más débil. Lo que está claro es que nunca va a haber una resolución militar del conflicto.
-Entonces qué queda, ¿dos Estados para dos pueblos?
-Sí, esa es la única solución, un Estado Palestino con capital en Jerusalén Este y que el Estado de Israel vuelva a las fronteras del ’67, retirándose de todos los territorios ocupados de Cisjordania.
-Hoy, ¿pueden vivir pacíficamente estos dos pueblos?
- Claro que sí, lo que pasa es que hay visiones demonizadoras de los dos lados: unos dicen que todo árabe es musulmán y todo musulmán es terrorista; y otros dicen que todo judío es sionista y todo sionista apoya las políticas del Estado de Israel. Pero hay judíos y árabes de un lado y del otro. Hay judíos y árabes capitalistas y judíos y árabes trabajadores y democráticos, se puede ser israelí y palestino, judío y árabe, y estar del mismo lado.
-La clave quizá sea ver otro conflicto, el de los pueblos contra los opresores capitalistas, sean judíos, palestinos u occidentales.
-Exactamente, nosotros por ejemplo, en el Partido Comunista de Israel, trabajamos codo a codo con el Partido Comunista Palestino y con otras organizaciones políticas y sociales. Pero hay algunos que desde posiciones de pseudo izquierda condenan a todo el conjunto de la sociedad israelí. Los que llaman a la destrucción de Israel con lenguaje oportunista de izquierda, son antisemitas o agentes encubiertos de la derecha. Nosotros estamos por la autodeterminación de los pueblos. Eso vale para los palestinos, pero también para los israelíes. El pueblo de Israel existe: hay lucha de clases, sectores obreros antiburocráticos y fuerzas importantes de izquierda. Es una sociedad capitalista como cualquier otra, con explotadores y explotados. Israel no es más creación del imperialismo que, por ejemplo, Panamá o Jordania, pero a nadie se le ocurriría decir hoy que esos dos países creados para satisfacer necesidades imperiales deben desaparecer.


El fin del Mediterráneo

          Tengo tres imágenes del Mediterráneo israelí. Una es en la ciudad de Yaffo, pegada a Tel Aviv. Yaffo es árabe, Tel Aviv judía. Yaffo es histórica, Tel Aviv moderna, Yaffo un pueblito encantador, Tel Aviv una capital bulliciosa. Además, Tel Aviv es considerada como la capital del Estado de Israel por todos, menos por el propio Israel. ¿Cómo es esto? En realidad el Estado de Israel considera a Jerusalén como su capital histórica, única e indivisible, y allí tiene todos los órganos de gobierno. Pero la comunidad internacional no lo acepta, ya que considera un tema irresuelto producto de la ocupación luego de la Guerra de los Seis Días, en 1967. 
Incluso la Organización de las Naciones Unidas llama a una negociación que contemple un Estado Palestino con capital en Jerusalén Oriental, algo a lo que se rehúsa Israel alegando que Jerusalén no se puede dividir. Resultado: la inmensa mayoría de los Estados tienen sus embajadas en Tel Aviv, en un gesto de alto grado simbólico.

          Fuimos a Yaffo una noche libre con mis compañeros del curso y recorrimos sus callejuelas empedradas, plagadas de barcitos y restaurantes a media luz, hasta estar frente a ese Mediterráneo que empieza aquí. O que empieza allá en Algeciras (en el estrecho de Gilbraltar) y termina aquí.
La segunda imagen que tengo del Mediterráneo es en el Monte Carmel. La bellísima vista de la bahía con la ciudad de Haifa. En una de las laderas, el Santuario del Bab, una construcción realmente monumental con 19 terrazas de jardines que es el lugar sagrado más importante del mundo para la Bahai, una religión monoteísta de origen persa.

          Desde ahí fui a la tardecita a recorrer el mercado del Monte Carmel, dominado principalmente por drusos, y por eso mismo, donde se respira un ambiente más distendido. Los drusos hablan árabe y su religión se basa en tradiciones griegas, judeocristianas y musulmanas. Tienen aspecto árabe pero están totalmente integrados a la vida israelí.

          Al lado de la ciudad de Haifa se encuentra la histórica Acre, Akko en hebreo, Akka en árabe. 
Con la formación del Estado de Israel, la Nakba (catástrofe) para los palestinos, esta histórica ciudad perdió el 75 por ciento de su población árabe. Quedan como mudos testigos la Torre de Acre y el Khan al Umdan, el mayor caravasar (posta de descanso para las caravanas) de Israel.
La tercera imagen del Mediterráneo es la llegada a la playa después de una caminata de seis horas. Para hacernos comprender ya no con la cabeza sino con el cuerpo lo pequeño que es todo aquí, el último día de clases hicimos una caminata desde nuestro lugar, Kfar Saba, hasta el mar.

          Kfar Saba es una pequeña ciudad que está en el extremo oriental de la parte más angosta de Israel, muy cerquita de una aldea palestina llamada Qalqilia. Desde mi habitación se podían ver incluso las torres de los minaretes de las mezquitas de Qalqilia y por las noches las ventanas iluminadas de las casas palestinas.
Para tener una idea de lo cerca que es todo, ese día recorrimos caminando todo el ancho del mapa en ese punto. Salimos luego del desayuno a las 9 de la mañana y llegamos a la playa a eso de las tres de la tarde. Incluso varios aprovechamos para meternos al mar, después de tanto caminar.



Los techos de Jerusalén

          Llegando a la ciudad sagrada, me leyeron con fonética lo que decía un cartel escrito con el alfabeto hebreo: “Omdot haiu ragleinu bishearaij Ierushalaim”, que es un texto de los Salmos del Rey David. El texto completo del salmo dice: “Nuestros pies se han plantado ante tus portales, Ierushalaim”. Como para que no queden dudas. El salmo luego pide paz, un bien escaso por estos lados.
La Jerusalén antigua es una ciudad amurallada, con cuatro barrios (el musulmán, el judío, el cristiano y el armenio) y con ocho puertas (la de Damasco, la de Herodes, la de los Leones, la Dorada que está cerrada, la del estiércol, la de Sion, la de Jaffa y la Nueva).
Lo mejor es perderse y deambular por sus callecitas, y principalmente por el bazar, ese enorme mercado tan típico de los pueblos árabes, donde se puede encontrar cualquier cosa vendible o comprable.

          Estuve una semana en Jerusalén, así que pude recorrerla de punta a punta y de arriba abajo, literalmente. Un día estaba tomando un café árabe (en Argentina también le dicen café armenio o café turco, el que es con la borra al fondo del pocillo) a la vuelta del Santo Sepulcro. En eso se me sentó un viejito y me preguntó de dónde yo era. Le dije que de Argentina y empezamos a conversar, los dos en nuestro precario inglés. Al rato se acercaron sus nietos, dos chicos adolescentes. Eran árabes israelíes y estaban tan encantados ellos de preguntarme cosas sobre Argentina como yo de preguntarles cosas de sus vidas en Jerusalén.

          La charla terminó con un regalo precioso: los chicos me llevaron por unos pasillos que pasaban en ocasiones casi por los patios de las casitas, subimos unas escaleras y terminamos en los techos. Fue un verdadero tour por los techos de la ciudad vieja, algo que no se consigue en ninguna agencia de viaje ni a ningún precio. 
Fue ver y conocer Jerusalén desde otra perspectiva, pispear cómo vive la gente, cómo cocinan, lavan la ropa y la tienden en los patios; cómo juegan los niños y todos los matices de la vida de un pueblo, todo visto desde arriba. Yo no quería bajarme más de los techos de Jerusalén. 

          Fue algo único, en un doble sentido, por lo maravilloso de la experiencia, y porque no creo que se pueda repetir. De hecho, si volviera, no sabría cómo hacer para subir a los techos ni por dónde me llevaron. Son las ventajas de no ser un turista. Al turista se lo distingue desde lejos, se lo huele, y lamentablemente se lo escucha, en cualquier idioma que hable. Al viajero a veces no, a veces pasa desapercibido, y si no pasa desapercibido puede lograr esto, la empatía con los lugareños, algo que el turista no va a lograr nunca. A lo sumo el lugareño se hará el simpático con el turista para sacarle un dólar, pero con el viajero se abrirá el corazón.

          En esos días me atacó el “Síndrome de Jerusalén”, que es un misticismo que va envolviendo al viajero hasta atraparlo totalmente. En su versión extrema, este síndrome puede convertirse en una enfermedad psíquica y la persona termina creyendo que encarna a algún personaje bíblico. Pero en su versión liviana, es sólo vivir profundamente la esencia de esta ciudad santa para las tres religiones monoteístas más importantes. Por supuesto, para esto hay que ser viajero y quedarse varios días. Generalmente un turista no está más de dos o tres días en una misma ciudad, por más que sea la insondable y antiquísima Jerusalén.

          Una imagen como muestra: me pasaba horas sentado en el piso superior del Santo Sepulcro, donde supuestamente estuvo la Cruz donde murió Jesucristo. No podría decir que rezaba, más bien meditaba, a veces con la mente absolutamente en blanco, acompañado por la rítmica letanía de rezos lejanos. Hasta que aparecía un grupo de turistas. De cualquier país eh, no importa eso. Pueden ser argentinos, chinos, japoneses, rusos o indios. Son todos iguales. Creo que existe una “especie humana” que son “los turistas” y que es bastante despreciable. Ahí me surge una sensación de desprecio que no puedo sujetar. Los he visto en todo el mundo, en un museo, en un monumento, en el centro de Nueva York o en las Cataratas del Iguazú. Siempre con su impronta hueca y superficial, siempre con sus comentarios igualmente estúpidos, sean en el idioma que sean. 
Pero en este lugar, es más chocante. Llegan los turistas al Calvario (o Gólgota en arameo) y no paraban con sus comentarios en voz alta, risas, chistes y fotos, sin la más mínima consideración, ni al lugar ni a los que están ahí tratando de entender el tiempo.

          El “Síndrome de Jerusalén” no tiene que ver con una religión, sino con todas, en la ciudad santa por excelencia. Aquí estuvo el Templo sagrado para los judíos, dos veces destruido; aquí mataron a Jesús, quien a los tres días resucitó, dándole sentido al cristianismo; y aquí también subió a los cielos en cuerpo y alma Mahoma. Por lo tanto, no hay una ciudad en el mundo que sea más sagrada que Jerusalén.
En este punto debo hacer una salvedad para ser verdaderamente honesto. Yo estuve en diciembre, pleno invierno, y en esta época se hace de noche muy temprano, a eso de las cinco de la tarde. 
Por lo tanto, la noche es muy larga, y yo estando solo y sin demasiado dinero, no tenía muchas ganas de salir. Por lo tanto, comía algo frugal y me volvía a la habitación que ocupaba para leer un rato. 
De este modo, y sumado al cansancio de todo el día caminando, ya a las 20 o 21 me rendía al sueño. Por consiguiente, me despertaba también muy temprano, a eso de las cinco o seis de la mañana.

           Yo había estado unas semanas antes en Jerusalén y me había quedado un par de días en un hostel, de esos adonde van a parar personas de todo el mundo. Es muy lindo, sobre todo cuando uno viaja solo porque puede conocer gente y siempre es enriquecedor. Pero esta vez quería otra cosa, quería tranquilidad y soledad. Por eso me fui al barrio armenio y terminé alquilando una habitación a una viejita armenia a quien prácticamente no veía nunca. Eran como dos casas pegadas y ella ni aparecía por la que tenía las habitaciones de alquiler, y además para esa época (diciembre) no había muchos forasteros. Así que prácticamente estaba solo. Mejor así.
Así que despertándome a las seis o a veces antes, a las siete ya estaba en misa en el Santo Sepulcro, el lugar donde los cristianos creen que Jesús fue crucificado, y también sepultado, y desde donde desapareció su cuerpo a los tres días. O sea, el hecho que le da sentido al cristianismo como religión: la resurrección.

           Esta iglesia es uno de los lugares sagrados más importantes del cristianismo, y es un mundo en sí mismo. Afuera, entrando por un costado del atrio, están los etíopes. Adentro, y a un costado, los armenios, en el centro los ortodoxos griegos que custodian el mismísimo sepulcro, a un costadito tienen un rincón los coptos egipcios y al fondo, los católicos, con una capilla gestionada por franciscanos. Allí iba yo a la misa a las siete. Y después, recorría el sepulcro, el calvario y participaba de una procesión por las catacumbas.

          Entre los jesuitas conocí a un cura argentino que me contó algunos entretelones de la convivencia entre las distintas iglesias. Los ortodoxos griegos son los que tienen el poder, porque gestionan el lugar central del Santo Sepulcro, y hacen valer ese poder, en todo sentido. Pero me contó que por esos días, había que hacer un trabajo de plomería y se requería levantar el piso del sector controlado por los franciscanos. “Entonces ellos necesitan nuestro permiso para hacer los trabajos, y eso se lo hicimos valer, a cambio les sacamos más espacio para nosotros en los baños”, me contó el cura argentino.

          Salía de allí y ya cerca del mediodiodía me iba al Muro de los Lamentos, otro mundo en sí mismo. Allí se puede entrar sin problemas, obviamente dejando los bolsos y sometiéndose a una exhaustiva revisación. Si uno no es judío, hay un canasto lleno de kipá para cubrirse la cabeza. En el mismísimo muro, se vive de cerca la diferencia entre sefaradíes, azkenazíes, mizrajíes, jasídicos, neturei karta y ortodoxos, entre otras vertientes del judaísmo. Cada uno rezando o leyendo la Torá con sus típicos movimientos ondulantes, para adelante y atrás o para los costados.
Dando la vuelta, me iba a la mezquita de Al Aqsa, aunque aquí tenía que ir con un amigo palestino y mentir que yo era musulmán, porque la entrada está vedada para los que no lo son.
Todo está muy cerquita, mejor dicho en el mismo lugar. Pero literalmente es así, en el mismísimo lugar. El Muro de los Lamentos es verdaderamente un muro, una pared, la única que quedó del histórico Templo de Jerusalén, dos veces destruido, una vez por Nabucodonosor y otra vez por los romanos. Y donde estaba el Templo ahora está la explanada de las mezquitas, con Al Aqsa y el domo de La Roca, desde donde los musulmanes creen que Mahoma subió al cielo en cuerpo y alma, acompañado por el Arcángel Gabriel.

          Un profesor que tuve me lo grafícó así: “Mirá Mariano, si vos en Argentina vivís en un departamento y te llevás mal con el vecino del departamento de al lado, a lo sumo no lo saludás cuando te lo cruzás en el ascensor o en la escalera. Pero nosotros somos dos pueblos que no compartimos el mismo edificio, compartimos el mismo departamento de un ambiente. Y nos llevamos muy muy mal”.
A la tarde participaba del Vía Crucis por la Vía Dolorosa, siguiendo los pasos del propio Jesús, aunque los arqueólogos dicen que hace 2.000 años el nivel de la calle estaba varios metros más abajo. Sin embargo, la emoción de todos los que llegan para recordar la pasión de Cristo es contagiosa.
Y terminaba el día con una visita a la catedral armenia de Santiago, con su decoración recargada y colmada de incienso, muy cerca de “mi casa”.





Comentarios

Publicar un comentario

Entradas populares